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Pero... ¿por qué yo?

Fuente: ¡Atrévete a soñar! (Lucas Buch – Nicolás Álvarez de las Asturias – Fulgencio Espa)

Pero... ¿por qué yo?

Juan y Andrés fueron los primeros Apostóles de Jesús. Eran solo dos entre los muchos jóvenes que habitaban Cafarnaún en los años en que Juan el Bautista comenzó a predicar a orillas del Jordán. Pero solo de ellos y de algunos más de su misma ciudad o de pueblos vecinos (Pedro, Felipe y Natanael) se nos dice que fueron al desierto de Judea. Solo a ellos y a unos pocos más (hasta doce) eligió luego Jesús para ser sus Apóstoles. La pregunta no puede ser otra: «Y ¿yo podría ser como Juan y Andrés? ¿Podría considerarme un candidato a escuchar la voz de Dios, a que me abra horizontes imprevistos de amor, a que me invite a colaborar con Él de un modo determinado en su sueño de llevar a los hombres el amor de su Padre Dios, la liberación de sus pecados y esclavitudes?».

Hacerse estas preguntas, así, sin anestesia, puede dar un poco de miedo. Suena a complicación. A veces, en una situación como esta, preferimos mirar a alrededor y pensar: «¿Por qué precisamente yo?». Pero este planteamiento está viciado desde su raíz. Es la típica reacción de un corazón que está adormilado, o que sospecha. Sí, incluso el corazón de un joven puede estar adormilado. Cuando eso sucede, los interrogantes e ilusiones están como apagados, aplastados por una modorra paralizante. Hay corazones jóvenes que son ya viejos. Sueñan solo con estar sentados en un paseo marítimo tomándose un algo. Sueñan con una jubilación anticipada. A veces es pura mundanidad; otras veces es miedo: miedo a todo lo que uno mismo no pueda controlar.

Sin embargo, si una persona joven no hace violencia a su corazón, y consigue evitar que las satisfacciones puramente mundanas lo anestesien y empachen, entonces el corazón vuelve a latir. Se atreve a soñar de nuevo, a hacerse preguntas, a buscar. ¿Cómo podemos sacudirnos de encima la modorra? A menudo basta tomarse un poco más en serio durante un tiempo nuestra vida cristiana; o escuchar un testimonio auténtico e impactante de alguna persona; o quedar conmovido ante una situación determinada de dolor o de entrega; o atreverse a pensar sobre la propia vida o la de los demás... Entonces nuestro corazón nos demuestra que, aunque nos asuste un poco, no es tan distinto al que tenían Juan y Andrés.

Más peligrosa que el adormecimiento es la sospecha. En realidad, es la tentación más antigua, la primera que aparece en la Biblia (cfr. Gn 3, 1-6). Cuando Adán y Eva se encuentran en el jardín del Edén, el diablo se les aparece en forma de serpiente para tentarles. No les ofrece dinero ni placeres: no los necesitan. Solamente les sugiere: «–¿Es verdad que Dios os prohíbe muchas cosas?». Al principio Adán y Eva parecen muy seguros: «–No, casi no nos prohíbe nada. Solo nos ha pedido que no comamos de estos dos árboles». Pero al diablo le basta que empecemos a hablar con él para introducir el veneno de la sospecha en nuestros corazones: «–Ah, os ha prohibido comer de esos árboles... Claro, eso es porque no quiere que seáis más poderosos... Porque si coméis de esos árboles, seréis como dioses». Ya sabemos cómo termina la historia: la sospecha es capaz de arruinar el amor más original, el más puro.

Aunque sea una cita un poco larga, vale la pena leer con atención cómo explicaba Benedicto XVI aquel pecado de nuestros primeros padres:

«¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que solo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que solo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad... Si reflexionamos sinceramente sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no solo se describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los tiempos, y que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modo de pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado original» (Homilía, 8-XII-2005).

La primera tentación, el origen de todo pecado, consiste en sospechar de Dios, en pensar que Él quiere entrar en nuestra vida para arruinarla y convertirnos en esclavos. Y, como consecuencia, sospechar de los demás, sobre todo de los que intuimos que van a estar de parte de Dios. No debe extrañarnos encontrar esos sentimientos en nosotros mismos. Sencillamente debe servirnos para sacudírnoslos de encima.

En resumen, la pregunta «¿Por qué precisamente yo?» es una consecuencia comprensible de la sospecha y del adormecimiento del corazón, a los que estamos sometidos en este mundo. Por eso, a lo mejor, lo primero sea atreverse a cambiarla por esta otra: «Y ¿por qué no yo?».

Y ¿por qué no yo?

A diferencia de la anterior, esta pregunta nace del deseo y del aprecio de uno mismo. Primero nace del deseo, pues estimula nuestro deseo de felicidad, de amor y de colaborar en la tarea de mejorar el mundo en que vivimos. Plantearnos así la cuestión presupone que consideramos la amistad con Cristo y lo que Él puede ofrecernos como algo bueno, como algo deseable. Para Andrés y Juan, encontrarse con Jesús no fue un fastidio: fue el punto final de una búsqueda afanosa... y la primera página de una vida apasionante y fecunda.

Nace también del aprecio a uno mismo, en cuanto de verdad creemos que nuestra vida puede servir para algo grande. Que Dios pueda contar conmigo para su plan de libertad y de amor es un proyecto que está muy por encima de mis posibilidades. Sin embargo, eso no me aplasta ni me atemoriza, sino que me estimula. No quiero perder mi vida, ni gastarla inútilmente, ni vivirla a medio gas, sino precisamente dedicarla por entero a algo que de verdad valga la pena. Cuando sea viejo, no quiero estar en un paseo marítimo tomándome un algo: me gustaría seguir ayudando a mucha gente, de la manera que me parece más atractiva (en cada persona esa manera es única, original). Y quisiera también mirar atrás y pensar: «Verdaderamente he vivido una vida maravillosa». Por eso precisamente no quiero autoexcluirme, sino incluirme en el mayor proyecto que ahora mismo se está realizando en nuestro planeta: el de la libertad más plena de los hombres. Como el que busca colarse en la fiesta del verano, porque ni de broma se la quiere perder. Lo mismo sucede con los planes de Dios: no me los quiero perder, ni de broma.

«¿Por qué precisamente yo?»; «Y ¿por qué no yo?». Lo más probable es que te encuentres oscilando entre las dos preguntas. Al fin y al cabo, desprenderse de esa «gota de veneno» que es el pecado original no es tan fácil. Y por jóvenes que seamos, también somos un poco comodones y nos encanta la ley del mínimo esfuerzo. Quizá por eso nos sentimos tan bien comprendidos y retratados por el Papa Francisco cuando nos invita a no ser «cristianos de sofá» y cuando nos recuerda que «no vinimos a este mundo a vegetar»... (cfr. Discurso, 30-VII-2016).

Al final, decantarte por una pregunta o por la otra depende de ti. Si quieres inclinarte cada vez más por la segunda, si te atrae la idea de ilusionarte de verdad con la (posible) grandeza de tu vida, hay una certeza que has de grabar a fuego en tu corazón y tres actitudes que puedes empezar a cultivar desde ahora. Vamos a repasarlas, aunque sea muy brevemente.

Para disfrutar de una libertad que aspira a la grandeza, necesitas antes que nada grabar a fuego en tu corazón una certeza: que no estamos solos. Es la verdad fundamental que Jesucristo vino a descubrirnos: que Dios nos ama, que sabe lo que hay en nuestro corazón (y cómo es ese corazón), que nos da su gracia y nos invita a su compañía, que de verdad le importamos, y que, en la aventura de hacer algo grande con nuestra vida, Dios no quiere ser un mero espectador, sino protagonista. Es una certeza fundamental, que nos permite sustituir poco a poco la sospecha por la confianza. Confianza en Dios y en tantas personas que, de un modo u otro, encontramos en el camino de la vida y pueden ser de gran ayuda para que seamos capaces de afrontar y culminar sueños y proyectos grandes.

Es fácil comprender que esta certeza es un don de Dios. Por eso, lo primero que está en nuestra mano es pedirlo. Jesús mismo se lo dijo en una ocasión a una mujer samaritana: «–Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (Jn 4, 10). Solo si estamos cerca de Dios, le perdemos el miedo. En la oración, en la santa Misa y en la confesión, en el servicio a quienes más lo necesitan. Poco a poco, nos llenará de su don, y podremos verle con la misma admiración y el mismo deseo que llenaba los corazones de Juan y de Andrés. Como ellos, descubriremos el sentido último de nuestra vida y lo abrazaremos entusiasmados.

Junto con la certeza en la cercanía de Dios, hay que cultivar tres actitudes. La primera es la capacidad de tomar decisiones. Suena a perogrullada, pero la vida es... ¡para vivirla! Y eso exige movimiento, decisiones y una constante fidelidad a tu propia libertad. Es verdad que para aprender a decidir hay que empezar por pensar. Cuando decimos que nos rayamos, estamos reconociendo que no sabemos pensar; que, ante un problema o una situación complicada, nuestro pensamiento se ve incapaz de encontrar una solución o, al menos, un adecuado «protocolo de actuación». Los griegos describían esa experiencia como estar en aporía, o sea, sin salida, como alguien que está en un camino y llega a un punto en que no puede avanzar. Quien se raya queda paralizado. A menudo, se lanza a hablar con multitud de personas, pero al final sigue sumido en la propia indecisión, o sencillamente deja que otro decida por él. Y, sin embargo, ¡es tan importante ser uno mismo quien decida! Solo quien tiene el valor de hacerlo puede equivocarse y, por tanto, puede aprender a gestionar sus errores sin que le hundan o le rayen todavía más. Pero, sobre todo, solo quien decide se hace dueño de su propia vida, se ilusiona con ella y busca invertirla en algo que merezca la pena. Entre otras cosas, porque empieza a saber lo que cuesta la vida de un ser libre... y las muchas potencialidades que encierra.

La segunda actitud que puedes cultivar es la capacidad de darte a los demás. Pensar en los demás aumenta las pulsaciones del corazón: lo despierta. Y, una vez despierto, no le deja volverse a dormir. ¿No te convence? Busca la historia de Madre Teresa de Calcuta, o de cualquier persona que te parezca que haya vivido verdaderamente para los otros. Mira a ver qué dice de su propia vida. Busca algo sobre la vida de María de Villota, una chica de Madrid que ha vivido el mismo mundo que nosotros. Llegó a ser piloto de Fórmula 1 –¡era su sueño!–, hasta que un dramático accidente la apartó de la competición. De un modo inesperado, descubrió que su nueva situación le permitía preocuparse de los demás, atender enfermos y a otras personas que sufrían, hasta que se abrió ante sus ojos un panorama inmenso: «Es muy bonito, porque tengo el pulso cogido a mucha gente que lo necesita. Y, aunque duele, es la forma más bonita de estar vivo» (entrevista en ¿Por qué sonríes siempre?, 37). Mirar más allá del propio ombligo, levantar la vista y ver que la propia vida puede aliviar en algo el sufrimiento de otros, pensar que cada uno de nosotros somos importantes para muchas personas. Todos estos son descubrimientos que nos permiten vivir más intensamente.

Finalmente, y sobre todo, necesitas cultivar la capacidad de soñar. No en el sentido de tumbarte y empezar a imaginar batallas y victorias, bailes y recepciones de gala. Soñar en el sentido de proyectar tu vida hacia el futuro, de considerar todo el bien y la belleza que te gustaría alcanzar. Verte dentro de unos años (¡y ahora mismo!) como alguien que puede hacer felices a los demás y que puede ser feliz con ellos. Verte como alguien capaz de tolerar la frustración de que haya cosas que no salgan a la primera (o que quizá no salgan nunca), sin perder la sonrisa y las ganas de seguir adelante. En fin, como alguien que no teme tener sueños distintos a los de la gente, y que pone los medios necesarios para convertirlos en proyectos y hacerlos realidad. Cultivar esta capacidad te dará vida, entusiasmo y un sentido intenso de libertad, porque, como afirma un poeta italiano, «la libertad nos permite soñar y los sueños son la sangre de nuestra vida» (A. D’Avenia, Blanca como la nieve, roja como la sangre).

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De entre estos últimos puntos que acabamos de repasar, la capacidad de soñar merece un desarrollo. Hablar de vocación o de llamada de Dios tiene mucho que ver con los sueños. Por una parte, con nuestros propios sueños, con nuestra insatisfacción, con nuestra aspiración a una realidad mejor. Por otra parte, con los sueños de Dios. Sí, también Él sueña. Soñó con nosotros, antes de crearnos. Soñó con nuestro amor. El de los cristianos es un Dios de sueños. Y por eso Él es el primer interesado en que nosotros desarrollemos también la capacidad de soñar.