Cerrar

Querer a los demás con sus defectos

Fuente. Burkhart, Ernst & López, Javier.
Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría.
Vol 2. Capítulo 5, pto. 1.2.2.d

Si no quieres más que las buenas cualidades que veas en los demás —si no sabes comprender, disculpar, perdonar—, eres un egoísta[1]. Una actitud de este género no es caridad sino egocentrismo. San Josemaría acostumbra a decir que se ha de querer a los demás con sus defectos, con sus maneras de ser[2].

¿Qué se debe entender en este contexto por “defecto”? No, ciertamente, la carencia involuntaria de una cualidad natural (por ejemplo, una limitación física, o la falta de memoria o de otros bienes de naturaleza), y mucho menos la sencilla espontaneidad de tantas personas que no han recibido una educación refinada, a las que se refiere san Josemaría cuando dice: dejadlos con su modo de hablar, con su modo de comportarse, con aquella noble tosquedad encantadora[3]. Por “defecto” se entiende aquí solamente la falta de una cualidad moral que alguien necesitaría para desempeñar mejor sus deberes y que en principio podría adquirir, con la ayuda de Dios y poniendo empeño (por ejemplo, ser más constante, o servicial, o alegre...). Cabría precisar más esta noción, pero no es necesario para explicar que la caridad lleva a querer a los demás “con sus defectos”, en este último sentido. La razón es no sólo que Dios no les deja de amar porque los tengan, sino que los ama “con esos defectos” en cuanto que son o pueden ser ocasión para luchar por superarlos, por amor suyo.

Puede parecer que “querer a los demás con sus defectos” no se conjuga con el hecho de que la caridad hace desear el bien de la persona amada, ya que esas deficiencias morales que podrían remediarse (al menos en principio y considerándolas una a una), no son un bien en sí mismas. Pero san Josemaría no enseña que la caridad ama los defectos en sí mismos, sino que ama que los demás se comporten bien —como Dios quiere— en relación con esos defectos, lo que implica reconocerlos y procurar superarlos por agradar a Dios y servir mejor a los demás.

La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad —insisto— está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios[4]. Siempre es posible que una persona luche así, con más o menos éxito, o al menos que llegue a luchar así más adelante: por esto hay que querer a los demás como son, incluso en el caso de que actualmente no reconozcan sus faltas ni las quieran evitar. San Josemaría —escribe José María Barrio— enseña que los cristianos «han de quererse santos y, a la vez, quererse con sus defectos. Pese a la apariencia, ambas cosas no son incompatibles. De hecho, no hay modo de querer realmente que no sea querer la realidad de lo querido, y la realidad de todo ser humano incluye aspectos positivos y otros que no lo son tanto. Yo no puedo querer a alguien por sus defectos, pero sí puedo quererle con ellos. Ciertamente la caridad cristiana significa querer a los demás luchando contra sus imperfecciones, y ayudarles —humana y sobrenaturalmente— en esa lucha»[5].

Jesucristo escogió como Apóstoles a unos hombres con carencias patentes y les amaba con ternura, aun sabiendo que le iban a negar y teniendo que rogar al Padre para que se convirtieran (cfr. Lc22,31-34). San Josemaría recuerda que Dios llama a la santidad a personas con miserias[6]. Y añade: yo también las tengo y también he luchado y lucho[7]. La experiencia de las miserias humanas, ajenas y propias, no es motivo para que se enfríe la caridad; al contrario, es ocasión para ahondar en ella: para que sea más humana y más sobrenatural.

Rezad por mí: yo rezo por vosotros, y comprendo vuestros defectos, y os quiero como sois, con defectos: y vosotros debéis tener el corazón grande, para querer a todas las criaturas de la tierra con sus defectos, con sus maneras de ser. —Padre, ¿usted quiere nuestros defectos? —Cuando lucháis por quitarlos, ¡los quiero!, porque son un motivo de humildad, y ha dicho aquél —que es el primer literato de Castilla— que la humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay ninguna que lo sea. Por eso amo vuestros defectos[8].

Según estas palabras, no se trata sólo de amar a una persona “a pesar de sus defectos”; es preciso amarla “con sus defectos”, y no porque se aprueban sino porque le llevan (o le llevarán) a luchar por amor a Dios, con humildad. En este sentido, san Josemaría “ama” incluso los defectos mismos. ¿Y si son ostensibles e incluso desagradables? Precisamente entonces se manifiestan los rasgos inconfundibles de la caridad, porque el verdadero amor a Dios no da importancia a que una determinada manera de comportarse resulte “desagradable”, pues el propio gusto no tiene por qué ser la medida de lo bueno; lo absolutamente “desagradable” es sólo aquello que desagrada a Dios. La mirada de la caridad penetra hasta el corazón del prójimo. De ahí que a veces no conceda demasiada importancia a ciertas miserias patentes, y en cambio la dé a otras menos visibles y que quizá no se oponen a lo “socialmente correcto”, pero que desagradan a Dios. San Josemaría ponía como ejemplo gráfico el modo distinto de juzgar un gesto grosero de un niño, por parte de un espectador extraño y de la propia madre. Dejamos la cita para el apartado siguiente, ya que contiene también otra enseñanza que nos interesará destacar allí. Ahora nos basta la conclusión: No manifestéis repugnancia por pequeñeces espirituales o materiales, que no tienen demasiada categoría. Mirad a vuestros hermanos con amor[9].

También es muy característico de la caridad amar al prójimo no sólo cuando acepta sus faltas y se esfuerza por mejorar, sino también cuando no las reconoce ni quiere cambiar. La caridad ama a los demás con sus defectos por el hecho principal de que Dios quiere que luchen y los llama a hacerlo, aunque de momento no respondan, sabiendo que Dios cuenta con el tiempo para que se decidan a luchar; y mientras tanto cuenta también con el cariño humano y sobrenatural de quienes les rodean. Este es el consejo de san Josemaría: Llénate de alegría, con la certeza de que el Señor a todos ha concedido la capacidad de hacerse santos, precisamente en la lucha contra los propios defectos[10].

Al mismo tiempo, cuando enseña a amar a los demás con sus defectos, no deja de puntualizar: si no son ofensa de Dios[11]. El pecado no puede agradar al Señor. Él ha dicho «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), y la perfección cristiana consiste en el amor. Por eso la persona que tiene defectos puede agradar a Dios si lucha por amor, ya sea que los vaya superando o que se pase la vida batallando por vencerlos. Pero el pecado es lo opuesto al amor a Dios: es una ofensa a Dios y no se puede amar. La caridad inclina entonces a querer únicamente que esa persona se convierta, pues eso es lo que Dios quiere. Se le ha de amar aunque ofenda a Dios, pero no se puede amar que le ofenda.

Querer a los demás con sus defectos manifiesta también esa dimensión profunda de la caridad que hace ver en los demás un don de Dios. Pues precisamente los defectos ajenos pueden convertirse en ocasión para descubrir y corregir los propios. El diamante se pule con el diamante..., y las almas, con las almas[12]. Esta frase, que se refiere en general a la potencialidad purificadora de los diversos temperamentos y caracteres —sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes (...) de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección?[13]—, se aplica sin duda también a los defectos. El prójimo es don de Dios para uno mismo no sólo por sus cualidades positivas sino también por sus deficiencias. De ahí que apartarse de una persona por sus faltas sería contrario a la caridad, tanto porque no se le “da” ayuda como porque no se “recibe” lo que Dios quiere darnos a través de esa persona.

Lógicamente, si la caridad mueve a querer a los demás con sus miserias, más aún se complace en sus virtudes, porque reflejan la gloria de Dios. Y también quiere a los demás “con sus buenas cualidades” de salud, inteligencia, simpatía, bienes materiales, etc., pero no los quiere por lo que tienen sino por lo que son. No aprecia más a quien tiene esas cualidades, sino a quien las usa para amar a Dios. Lleva a ayudarles a que lo hagan así, reconociéndose administradores de bienes que han recibido de Dios. «La caridad (...) no es envidiosa» (1 Co 13,4): se alegra siempre por el verdadero bien de los demás.

 



[1] Forja, n. 954.

[2] Apuntes de la predicación (AGP, P01 IV-1971, p. 64).

[3] Instrucción, 8-XII-1941, n. 95.

[4] Forja, n. 312.

[5] J.M. BARRIO, Educar en libertad. Una pedagogía de la confianza, en: AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, vol. V/1, Roma 2003, pp. 96-97.

[6] Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 84.

[7] Ibid.

[8] Ibid. El “primer literato de Castilla” es Miguel de Cervantes.

[9] Carta 29-IX-1957, n. 35.

[10] Surco, n. 399.

[11] Apuntes de la predicación, 18-XI-1972 (AGP, P11, p. 21).

[12] Surco, n. 442.

[13] Camino, n. 20.