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El verdadero motivo para vivir la virtud de la Pureza

¿Por qué hemos de vivir la virtud de la pureza? Podemos señalar unas razones humanas: para demostrar nuestro dominio sobre nosotros mismos, para ser decentes cara a los demás, para no padecer enfermedades dolorosas que se derivan de la impureza, para formar en el futuro un hogar donde no anide el egoísmo,...

Todo eso es verdad: que quien se deja llevar por los instintos puede padecer males físicos o psicológicos, y que si queremos construir un mundo donde no haya egoísmos sino amor es necesario que la gente sea verdaderamente buena. Todo eso es verdad, pero ¿cuál es el motivo más profundo, la razón de mayor peso por la que, ante la tentación, vamos a estar dispuestos a luchar decididamente para vivir esta virtud? La razón más importante es el valor de nuestra alma en gracia.

Las personas tenemos una relación real con Dios. Estamos siempre bajo su mirada amorosa. Además, estando en gracia, nuestro ser goza de una perfección sobrenatural. Quien sabe esto procura vivir siempre como Dios manda, procura hacer Su voluntad y, por eso, evita la impureza, que es algo que nos separa de Dios.

Desde hace más de dos mil años los hombres han ido a buscar a la isla de Ceilán las perlas preciosas. En esta isla, durante los meses de febrero, marzo y abril, salen a alta mar unos botes en su búsqueda. Al llegar al lugar donde se espera encontrarlas, unos hombres con grandes pesas en los pies se hunden rápidamente hasta llegar hasta los bancos de ostras. Cogen algunas de ellas, las meten en seguida en una canasta, y en unos sesenta segundos están de nuevo arriba. Son valiosísimas. Nadie podría poseerlas si no fuese por los trabajos y riesgos de estos hombres que exponen su vida por ellas.

Dios sabe lo mucho que vale nuestra alma en gracia. Después del pecado original, tuvo tanto amor por los hombres para que viviéramos la vida de la gracia, perdida por el pecado, que envió a su Hijo unigénito. Con su Pasión y Muerte en la Cruz, Jesucristo nos redimió haciendo posible que vivamos de su Vida. Lo que hace falta es que nosotros también valoremos lo que vale nuestra alma en gracia y que hagamos todo lo que sea necesario para conservar esta perla preciosa. No ha de ser el temor al infierno lo que ha de movernos a ser buenos, aunque si el amor de Dios no nos mueve, será bueno saber que el infierno es una realidad y que sólo se muere una vez, y que quien muere en pecado mortal ha echado a perder su vida eterna. No ha de ser el temor, sino el amor de Dios el gran motor de nuestra existencia, y por eso, el gran motivo para vivir todas las virtudes.

Dios nos ha amado primero y nos ha amado mucho: ha creado nuestra alma espiritual, nos ha redimido de los pecados y nos da la gracia. Podemos irnos al cielo. El derramó su Sangre en la Cruz por nosotros, pagó el precio de nuestro rescate. ¿Y qué supone la impureza? Supone algo semejante a lo que cuenta un escritor:

Estaba el poeta triste porque amaba a una mujer y no sabía cómo hacer para que ella le correspondiera. El agua de la fuente le dijo que a ella le gustaban las rosas rojas; si le llevaba un ramo de esas flores conquistaría su amor. Pero el poeta no encontraba rosas rojas. Un ruiseñor que lo supo voló por todo el país de un lado a otro buscándolas pero sólo encontraba rosas blancas.

¿Qué hacer para que el poeta pudiera lograr su deseo? Se enteró por el agua de la fuente que las rosas blancas se tornarían rojas únicamente si un rosal era regado con la sangre de un ruiseñor. El ruiseñor lo pensó y por fin se lanzó a un rosal y se apretó contra una espina. Su sangre bajaba por la rama hasta el suelo. Cuando no le quedaba más sangre pudo ver cómo las rosas de aquel rosal cambiaban de color, y murió. El poeta recogió las flores y las llevó a su amada. Pero, ¿qué sucedió? La niña se había enamorado de un comerciante que podía llenarle de tesoros. Y ante su sorpresa, tiró el ramo al suelo, al barro, y lo pisó.

¿Qué supone el pecado de impureza? Supone, como todos los pecados mortales, preferir un placer, una cosa creada a cambio de la vida sobrenatural. Es despreciar el esfuerzo redentor de Cristo por nosotros. "El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer -que nada vale-, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y tesoro de tu eternidad" (San Josemaría Escrivá, Camino, 708).

Hemos de darnos cuenta de que Dios nos ha ofrecido su amistad, y darnos cuenta de lo que supone un pecado: apartarnos de la amistad con Dios. Entonces uno se esfuerza, cueste lo que cueste, por cumplir los mandamientos, porque cumpliéndolos ama a Dios, y no cumpliéndolos pierde lo más valioso que puede poseer. "El que me ama guardará mis mandamientos -dice el Señor- y mi Padre y yo vendremos a él" (Jn 14,20).

DIOS AYUDA A LOS HUMILDES

Se cuenta en la Biblia el sueño que tuvo un rey, cuyo significado le explicó el profeta Daniel. Consistía el sueño en una estatua grande y magnífica. Tenía la cabeza de oro finísimo, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de cobre, las piernas de hierro, y los pies eran parte de hierro y parte de barro. Era una estatua imponente. Pero sucedió algo asombroso, se desgajó de lo alto de la montaña una piedra que, rodando, fue a dar contra los pies de la estatua, y como parte eran de barro, se rompió, dando con la estatua en el suelo, la cual rodó por la ladera del monte, rompiéndose en mil trozos. El oro, la plata, el cobre y el hierro quedaron reducidos a polvo que se llevó el viento, y no quedó nada de ellos (Cfr. Dan 2,31-36).

Cada una de las personas valemos mucho, valemos más que todo el oro y la plata del mundo porque el alma es espiritual y, además, si está en gracia, Dios habita en ella. Pero uno ha de saber que tiene los pies de barro, que se puede equivocar y echar a perder ese tesoro con el pecado. Por eso decía San Pablo que llevamos un tesoro en vasos de barro (2 Cor 4,7). Para vivir la virtud de la pureza es preciso ser humilde, es decir, reconocer el tesoro de la gracia en nuestra alma y tener miedo sabiendo que lo podemos perder.

La humildad nos llevará a poner los medios para alejarnos de las tentaciones, a no querer probar de todo porque hay cosas que nos pueden dañar, etc., y lleva, sobre todo, a pedir a Dios su ayuda, como hacía el salmista: Señor no me abandones, no estés lejos de mí, que estoy atribulado; mi enemigo me rodea como una jauría de perros (Cfr. Ps 21), líbrame del hombre inicuo y engañador, porque tú eres, oh Dios, mi fortaleza (Cfr. Ps 42). ¿Y quién es ese enemigo? Es el diablo. Pero Satanás cuenta con la malicia que anida en el fondo del hombre para lanzar sus ataques. Es decir, que el peor enemigo lo llevamos dentro: la soberbia, la sensualidad, la capacidad del desánimo,... San Pablo advertía en su cuerpo el aguijón de la carne, tenía tentaciones y le pidió a Dios no tenerlas, pero recibió como respuesta: "Te basta mi gracia" (2 Cor 12,9). Con la gracia de Dios -que es nuestra fortaleza- podemos vencer todas las tentaciones, porque nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas (Cfr. 1 Cor 10,13).

Dios da su gracia a los humildes, pero a los soberbios les resiste (Cfr. 1 Ped 5,5), les deja solos, abandonados a su egoísta criterio, susceptible de ser engañado por el diablo. Quien no es humilde, después de equivocarse, no quiere reconocerlo. Y en cuestiones de pureza esto se muestra con claridad: porque la lujuria ciega, oscurece la mente para ver la verdad, para ver a Dios. "El hombre animal no puede percibir las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura y no puede entenderlas" (1 Cor 2,14). Y uno puede llegar a pensar que los mandamientos son absurdos, que vivir la castidad es de tontos, que lo importante es hacer lo que a uno le apetece.

Sin embargo, el que así piensa es un ciego, alguien que está en la mentira. Pero, aunque los ciegos no vean, no por eso deja de brillar la luz del sol. Como "la santa pureza la da Dios cuando se pide con humildad" (San Josemaría Escrivá, Camino 118), hemos de pedir esta virtud como hacía el sabio Salomón: "comprendí que no podía ser casto si Dios no me lo otorgaba, acudí al Señor y se lo pedí con fervor" (Sab 8,21).

Ya tenemos el cuadro completo de lo que es la persona, de cuál es su situación actual: El fin de nuestra vida es ir al cielo, y el camino para lograrlo es cumplir los mandamientos. Pero como hemos nacido en pecado original hay una tendencia al desorden en nuestras apetencias, por lo que hemos de luchar para hacer el bien. Al adversario -que eso significa satanás- le revienta que logremos ser felices en el cielo porque él ya está condenado y no desea que alguien sea feliz; por eso va a tratar de apartarnos de nuestro fin intentando que cometamos algún pecado mortal.

Estaríamos perdidos si tuviéramos que luchar solos cada uno contra el diablo porque él es más poderoso y astuto que nosotros. Pero Dios nos ayuda con su gracia. No estamos solos. La gracia es una realidad sobrenatural y con ella siempre podemos vencer.

Ahora podemos ver qué armas tenemos a nuestro alcance -aparte de la gracia de Dios- para lograr la victoria siempre. Y en primer lugar hemos de saber que, como Dios da su gracia a los humildes, lo que hemos de hacer nosotros es actos de humildad. Y el primero es huir de la tentación porque, como dice la Sagrada Escritura, "Quien ama el peligro perecerá en él" (Eccl 3, 27)