Cerrar

Día 8: María, Puerta del Cielo

Jn 19, 23: «Los soldados, después de crucificar a Jesús, tomaron su ropa e hicieron cuatro partes, una para cada soldado, y aparte la túnica; pues la túnica no tenía costuras, estaba toda ella tejida de arriba abajo.»

«Salve Estrella del mar, santa Madre de Dios
y siempre Virgen, venturosa puerta del Cielo.
Tú que recibiste el saludo de Gabriel,
afiánzanos en la paz, cambiando el nombre de Eva.

Desata las cadenas del pecado,
procura a los ciegos la luz,
aléjanos del mal,
alcánzanos todos los bienes.
Muestra que eres madre nuestra: (...)

Oh Virgen incomparable, dulce corro ninguna,
libres ya de las culpas, haznos humildes y castos.
Concédenos una vida limpia, y prepáranos
un cairino seguro, para que, viendo a Jesús,
sea eterno nuestro gozo».
(Himno Ave Maris Stella)

Las manos de María tejen con amor las ropas del Niño. Jesús es pequeño, ella lo envuelve en pañales, lo peina, lo perfuma.

Jesús es ya un inquieto chaval. Juega con sus amigos. Corretea por las calles y plazas, sube a los árboles. La Virgen hace para su Hijo unas túnicas ligeras y cómodas para que el chico pueda correr libremente.

Ya Jesús es joven. La Virgen le teje una túnica inconsútil, de una sola pieza, elegante. Su Hijo es el Maestro, el Rabbí.

Madre, vengo a ti para que me impongas un vestido ligero, elegante, en el que se note que soy de tu familia. Tú me lo das.

Un día, San Simón Stock rezaba a Nuestra Señora, cuando la Madre de Dios se le apareció acompañada de multitud de ángeles, llevando en la mano el Escapulario y dijo: «Esto será para ti y para todos los carmelitas el privilegio: el que muera con este hábito se salvará».

Ella me entrega un vestido. Ella me promete que quien vive y muere con el Escapulario (o la medalla bendecida con el Sagrado Corazón y la Virgen) obtiene la gracia de la perseverancia final y la liberación del Purgatorio el sábado siguiente a su muerte (privilegio sabatino).

¡Qué honor poder llevar sobre mi pecho tu imagen! ¡Qué suerte tener cerca de mi corazón tu vestido, tu escapulario! Lo llevaré, lo besaré al cambiarme, lo defenderé «como el caballero de aquel siglo XIII  al cual se remonta el origen del Escapulario  que se sentía, bajo la mirada de su Dama, valiente y seguro en la lucha, y que, llevando los colores de ella, hubiera preferido mil veces la muerte que dejarlos mancillar».

María, Señora, Vida mía, Reina, Doncella hermosísima, procuraré llevar habitualmente tu vestido, procuraré no romperlo guardando la pureza y cada día pediré tu ayuda con el rezo de las tres Avemarías.

«Del hijo de la reina Victoria, que tantos años fue príncipe de Gales, se cuenta que una vez iba solo por un camino en su cochecito de caballos. Le gustaba guiar así, sin compañía. Por el mismo camino iba una mujer con un gran cesto de fruta. La mujer le hizo señas y el coche se detuvo.
– Oiga, señor, ¿Va usted a pasar por el pueblo de... ?
– Pues sí.
– ¿Quiere hacerme el favor de dejar esta cesta en la primera tienda que hay a la entrada del pueblo, a mano derecha? Les dice que ya pasaré cualquier día a cobrársela.
– Y si se la compro yo, ¿no me la venderá? Así le pago y ya la tiene cobrada.
– En la tienda me pagan tres chelines.
– No llevo dinero suelto. Pero si le parece bien le puedo dar, en vez de ese dinero, un retrato de mi madre.
– ¿Bromea usted? ¿Qué voy a hacer yo con un retrato de su madre?
– ¡Quién sabe! Ahí lo tiene.
Y el príncipe puso en la mano de la campesina un billete de una libra Esterlina, en el que estaba la efigie de la reina Victoria».

Un día yo llamaré a las Puertas del Cielo. Quizás los ángeles me pregunten «¿Qué méritos has hecho? ¿Dónde están tus buenas obras?» Yo abriré mis manos y les mostraré tu retrato (tu vestido, tu imagen) y les diré «Ella es mi Madre. Ella es vuestra Reina. Dejadme entrar. Yo soy su hijo».
Tú eres la Puerta del Cielo, tú me esperas en el Paraíso, tú eres la Reina que preparas el Palacio para tus hijos más pobres y necesitados. Allí me esperas.

«Hoy la Iglesia saluda a María como llena de gracia. La saluda unida singularmente a la Santísima Trinidad, en el momento de su Concepción, en el momento de la Anunciación, en el Calvario, con ocasión de Pentecostés y, en fin, en el momento de la Asunción al Cielo.
¡Salve, Hija de Dios Padre!
¡Salve, Madre del Hijo de Dios!
¡Salve, Esposa del Espíritu Santo!
¡Salve, morada de la Santísima Trinidad!
Amén» .

«El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del universo.
Y le rinden pleitesía de vasallos los ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los apóstoles... y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo» (Santo Rosario, 5º misterio glorioso).