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Día 7: María y la perseverancia

Ap 2, 26-28: «Y al que venciere y al que conserve hasta el fin mis obras, yo le daré poder sobre las naciones, y las apacentará con vara de hierro, y serán quebrantados como vasos de barro, como yo lo recibí de mi Padre, y le daré la estrella de la mañana».

«En el año 480 a. C., las fuerzas del imperio persa bajo el rey Jerjes, que sumaban entre uno y dos millones de hombres, pasaron el Helesponto y avanzaron por la península griega con intención de ocuparla.

En una desesperada acción para retrasar el avance, se envió una fuerza escogida de trescientos espartanos al paso de las Termópilas, en el norte de Grecia, donde los rocosos límites eran tan estrechos que las fuerzas persas y su caballería quedarían neutralizadas al menos en parte. Se esperaba que en este lugar una fuerza de élite, dispuesta a sacrificar su vida, podría mantener a raya al menos unos días a los invasores.

Trescientos espartanos y sus aliados rechazaron a dos millones de hombres durante siete días, antes de que, destrozadas sus armas a causa de la batalla, pelearan ‘con uñas y dientes' (como escribió el historiador Herodoto) y por último fueran vencidos.

Murió hasta el último de los espartanos, pero el tiempo que resistieron permitió a los griegos reagruparse y, en aquel otoño y primavera, derrotar a los persas en Salamina y Platea.

En la actualidad hay dos monumentos conmemorativos en las Termópilas. En el moderno, llamado monumento a Leónidas, en honor al rey espartano que allí cayó, está grabada su respuesta a la petición de Jerjes de que los espartanos depusieran las armas. La respuesta constó de tres palabras: ‘ven a buscarlas’.

El segundo monumento, el antiguo, es una sencilla piedra sin adornos con unas palabras del poeta Simónides grabadas en ella. Sus versos constituyen quizá el más famoso de los epitafios guerreros:

Ve a decirles a los espartanos,
extranjero que pasas por aquí,
que, obedientes a sus leyes,
aquí yacemos».
(Steven Pressfield, Puertas de fuego, ed. Grijalbo)

Por un ideal humano, algunos entregan la vida.
Por quedar bien, algunos siguen fingiendo.
Por la ciencia, algunos «queman» la vida.
Por conseguir placer, algunos destrozan la vida.
Por conseguir dinero, algunos pierden la felicidad.
Por vergüenza, algunos traicionan la fe.

Jesús, no quiero que nada me aparte de Ti. Tengo miedo, Señor, de no perseverar, de no ser fiel al Evangelio hasta el último suspiro de mi vida.

Camino detrás de Ti. Fuerzas extrañas me empujan en dirección contraria. Vientos huracanados me quieren desviar del rumbo que me has marcado. Voces atractivas me llaman para que vaya hacia ellas. El cansancio, el desaliento, el pesimismo, la tibieza, pesan cada vez más y me tientan para que deje de avanzar.

¡Fuera todo eso! No quiero perderte, no quiero abandonarte. Pero silban en mis oídos mil motivos que me tientan constantemente. «Déjalo. Ya reemprenderás el camino otro día, hay tiempo... ¿para qué seguir sacrificándote? No te esfuerces tanto que te estás pasando; otros le siguen a distancia  cuando les apetece, tú... ¿por qué no? Te precipitaste, no lo pensaste bien, te de ' fiaste llevar de un sentimiento que ya pasó, no sabes lo que te pierdes...»

Ahora me detengo. Me lo «paso bien un rato», hago lo que mi imaginación me presenta como divertido, disfruto todo lo que puedo. Pasa el tiempo. Mi ángel me despierta: «¡Eh, que te estás durmiendo!». Quiero levantarme otra vez; a mi lado la gente que se divierte conmigo, que va de marcha... ¡Me da vergüenza rectificar, abandonarlos... ¿Qué dirán?! El ángel me llama otra vez: «¡Ven y síguele!». Me levanto con gran esfuerzo.
Al caminar para volverte a encontrar te pido perdón en mi corazón. Ando en pos de Ti, pero se me ha pasado el entusiasmo, voy contra corriente al revés que la mayoría. Tú, Jesús, te detienes: «¡Ven y sígueme!». Si me llamas, entonces, debo continuar. Hace frío, tengo el corazón helado, no sé qué decir en la oración, no encuentro tiempo para rezar..., alguien a mi lado me dice: «apóyate en mí, yo te ayudaré». Es un amigo, una amiga, un apóstol que ve mi debilidad y me empuja con su ejemplo, con su oración, con su sacrificio.

Pasan los días, los meses, los años. Tú, Jesús, te apoyas en mí. Sabes que tengo los zapatos gastados por ir en pos de Ti. Muchos son los peligros y las voces falsas que me animan a abandonar, pero Tú me dices: «He ahí a tu Madre».

Veo a la Virgen al pie de la Cruz. Densas tinieblas envuelven la tierra. Ella está sola junto a Ti. Me acerco. Me pongo junto a María que persevera contra toda esperanza. Ella me ve y sus ojos me sonríen. Me dice: «Comenzar es de todos; perseverar, de santos» (Cfr. Camino, nº 983). Le digo: «Madre, perdona que me haya entretenido por el camino. No sabía que estabas sola. Jesús nos necesita, y yo me siento como un niño pequeño que es incapaz de subir un escalón. Cógeme tú y llévame, como Madre buena, en tus brazos. Así no me escaparé. Tu amor me hará perseverar y vencer el miedo. Todos los días acudiré a ti, te rezaré, te llamaré, permaneceré a tu lado. No me dejes, Madre mía».
«¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate y no ‘le’ dejarás» (Camino, nº 999).