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Día 5: María me acompaña en el camino

Pr 8, 17-21. 34-35: «Yo amo a los que me aman, y los que madrugan por mí me encuentran; yo traigo riqueza y gloria, fortuna copiosa y bien ganada; (..). Dichoso el hombre que me escucha, velando en mi portal cada día, guardando las jambas de mi puerta. Quien me alcanza, alcanza la vida y goza del favor del Señor.»

María, te amo. Jesús me ha enseñado a amarte como sólo Él sabe hacerlo. Tú eres mi refugio, mi fortaleza. Tú eres mi guía y mi compañera en el viaje de la vida. ¡Mucho es lo que el Señor espera de mí!: entrega, santidad, sacrificio alegre, valentía, apostolado..., es como si alguien tuviera vértigo y se le pidiera volar por encima de las altas cumbres. ¡¡Pero, si ni siquiera tengo alas!!

Cada día renuevo mi lucha. Me propongo salir, de un salto, de la cama y una voz me dice «un poco más..., tranquilidad, no te vayas a lastimar». Me propongo ser amable y no soy capaz de decir un «buenos días»; me sale una especie de «gruñido». Quiero sacar buenas notas y me duermo al poco de empezar la clase. Deseo preocuparme por los demás y soy incapaz de llamar a una que hace dos días que está enferma. Hoy haré un rato de oración pero, a las seis, me «engancho» a la tele, al ordenador o a las pocas ganas... y lo dejo para luego... Es hora de acostarme: ¡las tres avemarías!; mejor las rezo dentro de la cama que fuera hace frío... Ya ves, Madre, tengo vértigo, me faltan alas... me falta decisión, empuje, arriesgarme, fastidiarme... llévame tú, empújame, no dejes que me arrastre por el suelo..., ayúdame a vencer el miedo a la entrega generosa.

«He sentido miedo al recibir esta designación, pero lo he hecho con espíritu de obediencia a Nuestro Señor Jesucristo y con confianza plena en su Madre Santísima» (Juan Pablo II, 16-X-1978.). Esas fueron las primeras palabras de Juan Pablo II al pueblo de Dios, al poco de ser elegido.
María, acércate a mí y háblame. Cuando me veas dominado por la pereza, por la vanidad, por el orgullo, por el «mañana lucharé»... Sentado como un tonto en el camino, jugando con el barro, dejando pasar los días, olvidando el horizonte que he de alcanzar, y oculto mi fe y el más allá me parece un sueño... ¡Ven a mí!

María se acerca a mí. Se pone a mi altura, me coge de la mano y me susurra al oído: «¡Hijo, hija, sigue adelante!»

A tu lado es más fácil hacer las cosas. Por María me acerco a Jesús. Cuando algo me cueste, diré: María, por ti, por amor.

«Virgen Inmaculada, ¡Madre!, no me abandones: mira cómo se llena de lágrimas mi pobre corazón. – ¡No quiero ofender a mi Dios!

– Ya sé, y pienso que no lo olvidaré nunca, que no valgo nada: ¡cuánto me pesa mi poquedad, mi soledad! Pero... no estoy solo: Tú, Dulce Señora, y mi Padre Dios no me dejáis.

Ante la rebelión de mi carne y arte las razones diabólicas contra mi Fe, amo a Jesús y creo: Amo y Creo» (Forja, nº 215).

«Desilusionado con los resultados de mis exámenes, el padre director había concertado, a toda prisa, una entrevista con mi padre. La cita tenía que ser a última hora. Las luces de las calles estaban encendidas cuando mi padre salía para el trabajo y volvían a encenderse antes de que regresara a casa. Mi padre trabajaba diez horas diarias; era un herrero que trabajaba en una cochera de tranvías de Boston.

Recuerdo muy bien aquella noche fatídica, yo tenía diecisiete años. Cincuenta y tres años después, puedo recordar perfectamente lo que ocurrió.

A las ocho de la noche estábamos en el Seminario. Yo me temía lo peor y así fue. El rector le dijo a mi padre: después de todo, Dios llama a sus hijos por caminos muy distintos; son pocos los llamados a la vida intelectual y, menos todavía, los que alcanzan la vida sacerdotal; porque, no lo he dicho todavía, yo quería ser sacerdote.

Mi padre trató de defenderme por el fracaso de los exámenes, pero el rector le cortó en seco: no debe usted afligirse. San José era carpintero. Dios encontrará trabajo para ese hijo suyo. Nos despedimos. No había nada que hacer. Estaba claro que me expulsaban del colegio.

Como si fuera ayer, recuerdo aquella noche fría, oscura, húmeda. Fuimos a casa en silencio, cada uno dando vueltas a sus propios pensamientos. Los míos eran tristes. Al fin, demostrando indiferencia como suelen hacer los chicos, dije: ‘Que se queden con su título. Conseguiré un empleo y te ayudaré en el trabajo, padre’.

Mi padre puso su mano sobre mi hombro y me dijo estas pocas palabras, que hoy las escribo por si pueden alentar a otros: ‘SIGUE ADELANTE, HIJO’. Y yo seguí».

(Y, a continuación, viene la firma del que escribe la carta con setenta años cumplidos y que, a los diecisiete, le expulsaron del colegio porque no valía para estudiar para sacerdote. La firma dice así: Richard, Cardenal Cushing. Arzobispo de Boston).