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Día 4: María es mi Madre

Jn 19, 26: «Mujer, he ahí a tu hijo».

«Es irás pura que el sol, más hermosa
que las perlas que ocultan los mares.
Ella sola entre tantos mortales
del pecado de Adán Dios libró.
Salve, salve, cantad a María,
que más pura que tú, sólo Dios.
Y en el cielo una voz repetía:
Más que tú, sólo Dios, sólo Dios».
(Canción «es más pura que el sol»)

Eres Grande María porque eres la Madre de Dios.

María lleva al Niño. Jesús es hermoso. Juega con el pelo de María. Ella lo acaricia y lo aprieta hacia sí.

En el camino un niño enfermo, abandonado, sucio, andrajoso, con los mocos en la boca... La Virgen deja al Niño en el suelo. Acaricia al pequeño enfermo. Coge a los dos en brazos. Los lleva a casa. Limpia al enfermo, le da vestidos nuevos, lo besa,... lo cuida.

«¡Madre mía! Las madres de la tierra miran con mayor predilección al hijo más débil, al más enfermo, al más corto, al pobre lisiado...
 ¡Señora!, yo sé que tú eres más Madre que todas las madres juntas...  Y, como yo soy tu hijo... Y, como yo soy débil, y enfermo... y lisiado... y feo...» (Forja, nº 234.).

Jesús en la Cruz. Su Hijo sufre, suda de dolor, tiene frío, llora... ella al pie de la Cruz acompañándolo. Al lado de María tu y yo. Desde la Cruz oímos: «He ahí a tu Madre.» Ella tiene los ojos mirando a Jesús y con su cabeza asiente a la petición de Jesús. Nos arrodillamos y besamos la mano de la Virgen, ella nos abraza y nos recibe como hijos. Ya no tenemos miedo.
«La Virgen Dolorosa. Cuando la contemples, ve su Corazón: es una Madre con dos hijos, frente a frente: Él... y tú» (Camino, nº 506.).

«He ahí a tu Madre». Jesús me da a María como Madre. Una Madre da la vida, sin madre no podemos ver la luz del mundo, la madre me alimenta, me viste, me habla, me lava, me acaricia, me educa, se preocupa de mí. E1 hijo necesita a la madre para vivir. Cuanto más pequeño es el niño más necesita de la madre.

En la vida interior Tú eres mi Madre. La sangre, la vida, las gracias me vienen a través de ti. Tú me das la vida sobrenatural, me enseñas, me llamas, me lavas, me acaricias, me perdonas... soy pequeño. No sé hacer nada. No sé rezar, tengo miedo, rompo cosas, lloro, soy inseguro en mis pasos... te necesito, ¡Madre! Llévame, cógeme entre tus brazos, enséñame a ser santo, a obedecer, a ser dócil, a servir, a levantarme después de una caída...
«¡Madre!  Llámala fuerte, fuerte.  Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha» (Camino, nº 516.).

Corriendo voy a ti, como va el niño a refugiarse en el regazo de su madre. Esto me hará fuerte, valiente, intrépido, audaz.
Santa Catalina Labouré duerme. «De pronto Catalina es despertada por un niño de cinco años: ‘Ven pronto a la capilla, que te espera la Santísima Virgen. Ven; todo el mundo duerme’.

Ella se levanta presurosa, se viste y sigue al niño, que le va conduciendo por los corredores de la capilla. Todo se abre a su paso.

La capilla está iluminada como en las grandes fiestas. Catalina se arrodilla. Unos pasos ligeros se perciben. Rumor de vestidos largos y sedosos. El niño exclama: ‘¡Aquí está la Santísima Virgen!'

Efectivamente, es ella, bellísima como la más bella reina, amorosa como la mejor de las Madres.

Catalina, al anuncio del niño, dio un salto. Dejemos que nos lo cuente: ‘Ella estaba sentada en el sillón del director. Yo apoyé mis manos sobre sus rodillas. Me dijo: ‘Hija mía, el buen Dios quiere encargarte una misión...’».

Recojo el detalle: «Yo apoyé mis manos sobre sus rodillas. Como una hija. Con toda confianza y amistad. Sin temores».
(P. Ildefonso, La sencilla vida de María. Ed. de Espiritualidad. Esta aparición a Santa Catalina Labouré corresponde a la Virgen de la Medalla Milagrosa en 1830. De esta aparición ha salido la bandera de Europa)

Madre, confío en ti, me apoyo en ti.
Madre, protégeme con tu manto de amor.
Madre, enséñame a hacer el bien.
Madre, he aquí a tu hijo, a tu hija.
¡No me dejes nunca, Madre mía! Amén.