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Eclo 24, 24: «Yo soy la madre del amor hermoso, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza».
«Bendita sea tu pureza
 y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea
en tan graciosa belleza.
A ti, celestial Princesa,
Virgen Sagrada María,
yo te ofrezco en este día
alma, vida y corazón.
Mírame con compasión
No me dejes, Madre mía.»

Hoy, Madre, vengo a ti para aprender y pedir. Vengo a aprender y para ello me siento en un rincón de tu casa y te miro. ¡Qué bonita eres, María! Y qué sencilla. Me enamoro de ti y aprendo que la verdadera belleza es la que sale del corazón. Te acercas a mí y me hablas del amor. «Hijo mío, el amor es entrega, alegría, esperanza, sacrificio, felicidad. El amor verdadero se reviste de pureza».

Yo te miro a los ojos y te pido: «vísteme con los vestidos de la pureza. Yo necesito cubrir mi corazón y mi vida de esa pureza que tú me darás. Dame el vestido del pudor para no mostrar salvajemente mi intimidad. Enséñame con la modestia a no querer llamar la atención a cualquier precio y comportarme como hija e hijo de Dios. Haz que no descubra mi cuerpo a los ojos curiosos de quien no conoce el amor verdadero.
Con tu presencia de amor cubres el Cuerpo de Jesús que ha sido desnudado por el odio y clavado en la Cruz. Tú cubres a Jesús y con tu amor destruyes el odio.

Te pido la pureza en mis pensamientos, en mis ojos, en mis miradas. Te miro y me enamoro de ti. ¡Te saludo, llena de Gracia! Te saludo, llena de amor, hermosa sobre todas las mujeres, alegría de la Creación, sencilla en tu hablar, Madre del amor hermoso, Señora de la Pureza.

Tú eres feliz, bienaventurada, bendita por ser Reina del Amor generoso y bello. Eres bendita entre todas las mujeres porque Dios se enamoró de ti. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).

Tú eres la Madre del Amor Hermoso. Enséñame que el amor verdadero no muere nunca en el corazón, que no depende del momento, que no se compra ni se vende, que crece continuamente y se da sin medida.

Que es alegre, da paz, felicidad, que no piensa en sí mismo y da sentido a todo y es eternamente joven.
Revísteme, Virgen María, de la pureza. Tú me hablas del amor limpio, enamoradísimo, de San José, y del corazón apasionado, atrevido, valiente de San Juan que reclinó su cabeza sobre el pecho de Maestro. Su pureza les hizo fuertes, entregados, fieles, y conquistaron el amor de Jesús y Él les confió tu protección.

«Bendita sea tu pureza». Muéstrame el valor de esta virtud. Es una joya preciosísima, es la sonrisa de un niño, es una mirada que dice «Te amo», es viento fresco en el calor del estío. La pureza me hace grande, da dignidad a mi cuerpo y alas a mi alma. La pureza se reviste de alegría, de una visión clara, sobrenatural, que me hace descubrir al Señor. La pureza me quita complejos, miedos, crueldades, odios, me libera y rompe las cadenas de un yo egoísta.

Me encuentro, en ocasiones, encadenado y abandonado en el calabozo del pecado. No puedo salir. No tengo fuerzas para romper los grilletes. Me gustaría volver a ser libre, joven, a amar límpiamente, a mirar con los ojos de Jesús ...pero no me veo capaz. Mis ropas son harapos, a mi alrededor oscuridad, me he acostumbrado al frío del pecado, a las cuatro paredes de mi prisión, a la búsqueda del placer fácil, vacío, sin sentido. Las cadenas no me dejan mover. Cierro los ojos, hago oración y unas lágrimas caen por mis mejillas. En el llanto recuerdo las caricias de María con el Niño en brazos y yo llevado de su mano. Te invoco: «Madre del Amor hermoso, ayúdame, libérame. Consoladora de los afligidos, sálvame, limpiame de mi suciedad. Mírame con compasión, no me dejes, Madre mía.»

«Antes, solo, no podías... Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!» (Camino, nº 513.)

Santa María, la luz de tu amor, la fragancia de tu presencia, la caricia de tus manos; curan mis heridas, rompen mis cadenas, liberan mi alma de la esclavitud del sexo como fin de mi vida; y me llevan a volar alto hacia el amor hermoso y eterno, muy por encima del fango y de la suciedad del yo egoísta.
«Cuando éramos pequeños, nos pegábamos a nuestra madre, al pasar por caminos oscuros o por donde había perros.
Ahora, al sentir las tentaciones de la carne, debemos juntarnos estrechamente a Nuestra Madre del Cielo, por medio de su presencia bien cercana y por medio de las jaculatorias.
– Ella nos defenderá y nos llevará a la luz» (Surco, nº 847.).

PROPÓSITO: Rezar cada noche las tres Avemarías pidiendo a la Virgen la pureza de corazón