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El gran fracaso no es pecar sino dejar de amar

Fuente: Soy amigo de Jesucristo (Antonio Pérez Villahoz)

Los que todavía amamos poco a Dios, no nos damos cuenta de que lo más valioso que tenemos es la fe. Hay muchos que se llaman cristianos que entienden la religión como un sistema de valores y un conjunto de obligaciones que cuando se viven, uno se convierte en buena persona. Pero en verdad el cristianismo no es una colección de dogmas, ni siquiera una inmensa parafernalia llena de ritos y escenificaciones, ni tampoco es una lista de cumplimientos o una especie de talismanes en forma de estatuas que evitan las desgracias y dolores que la vida trae consigo.

El cristiano no es un tipo lleno de complejos que vive su fe como una obediencia ciega al Dios del castigo, de la justicia, del juicio y de la condenación. Quien piensa así, acaba pensando que Dios me ama solo si cumplo una serie de preceptos (los famosos mandamientos). Y es verdad que esos preceptos son un indicativo y una necesidad para ser feliz, pero es también ese perfeccionista que tenemos escondido, el que nos susurra que son nuestras buenas obras las que nos van a salvar, las que nos hacen dignos de ser amados por Dios. Y esa forma de razonar es lo que nos lleva muchas veces a la desolación, a la tristeza y al desaliento. Por eso, las personas vamos por la vida como agobiadas y angustiadas, con cargos de conciencia, porque en el fondo nos consideramos unos fracasados.

Y esa sensación de fracaso se va colando en cada unas de las áreas que conforman nuestra vida. Y acabamos exclamando con más o menos fuerza ese grito desesperado de “yo tendría que haber hecho mejor las cosas, no he dado la talla, no he estado bien, pero es que...”. Y sacamos entonces nuestra lista de culpables. Porque es así: todos buscamos a alguien a quien culpar de nuestros males: ¿Por qué no estoy bien?, ¿por qué sufro, por qué tanta inquietud interior, por qué tanta falta de paz?... ¿De quién es la culpa? Y antes o después descubrirás que la culpa no es de nadie, o si es de alguien será solo de ti. Y es que sin apenas percibirlo, habrás caído en esa telaraña espantosa de pensar que Dios te ama si tus obras así lo merecen. Y te juzgarás pensando que eres buena persona, que echas limosna en cada Misa a la que vas, que hasta dices públicamente que eres cristiano. Y no te digo que eso esté mal... Lo que está mal es pensar que todo lo bueno que haces es fruto de tus méritos, como si la Gracia de Dios no existiese o como si pensaras que la salvación es cosa de ascética pura y dura. Y quien así piensa, cuando llegan los malos momentos, los días oscuros, los dolores imprevistos, las noticias que matan el ánimo... entonces te creerás abandonado de Dios... Y cuando sean tus pecados quienes se pongan de pie, cuando sea tu miseria la que te haga entender la pasta de la que estamos todos hechos, entonces te entrará esa maldita caricatura de la humildad que te conducirá al alejamiento de Dios... ¡como si Él fuera a amarte porque hayas rellenado una hoja de cálculo con cientos de deberes y mandamientos aprobados!... Y es que ser cristiano no es nada de eso... es sencillamente toparse cara a cara con el amor de Dios por ti.

¿Tú y yo nos creemos que Dios quiere lo mejor de nosotros, que nos ama porque sí, que todo lo que nos pasa tiene un sentido profundo aunque no seamos capaces de entenderlo? Creer en Dios, enamorarse de Jesucristo, no es tener arrebatos de éxtasis y decir “voy a rezar un rato”. Podemos hacer muchas cosas, podemos decir que creemos en Dios, podemos recitar oraciones y podemos comulgar casi a diario, pero siendo necesario creer en Dios, siendo ineludible la oración, siendo imprescindible la Eucaristía... podemos rezar el Credo como quien canta un número de Lotería, podemos orar como el que practica yoga, o podemos comulgar sin enterarnos de nada... Ser cristiano consiste en decir, con palabras y con la vida: “Señor, quiero conocerte y amarte, vivir junto a Ti mi vida aunque sean grandes mis miserias y mis errores, pero Tú me amas porque sí; tu amor es gratuito, no busca nada a cambio, por eso yo lo acepto y deseo asemejarme a Ti, vivir todo aquello que me pasa sabiendo que Tú estás por medio”.

Es terrible que haya mucha gente que pueda decir que no necesita de Dios y que puede vivir al margen de Él. Es como pensar que uno no necesita del aire para respirar... Pero peor aún es pensar que a Dios solo lo necesito cuando yo pienso que lo necesito, o imaginar que solo puedo acudir a Él cuando me considere digno de ser atendido por Él. Eso no es un cristiano, eso es un monstruo que acaba pensando que lo bueno, o es pecado o engorda, y que Dios es un francotirador de desgracias y un experto en encontrarnos maldades y pecados... Y ni ese es Dios ni tampoco esa imagen de abuelito que lo comprende todo y lo tolera todo... alguien a quien acudo para tranquilizar mi conciencia y pedirle cosas cuando la vida me va regular o ando con los bolsillos demasiados vacíos.

¿Ves lo importante que es conocer al Dios verdadero? ¿Ves cómo has de abandonar ese camino de tratar a Cristo desde la distancia? ¿Entiendes que a ese Dios no se le conquista desde las alturas de una hoja de servicios inmaculada sino desde la sinceridad del corazón? ¿Abandonaremos entonces tú y yo esa soberbia oculta de querer tratar a Dios presentando nuestros méritos?... ¿Nos vamos a convencer de una vez que el único gran fracaso de nuestra vida será dejar de amar a Cristo?

¡Es verdad! Lo habitual es que tú y yo vivamos encerrados en el “yo” y en “lo mío”, y que nos preocupen las cosas solo en la medida en que nos afectan, porque exaltar el propio ego y el darme vueltas constantemente a mí mismo son la esencia del pecado original. Por eso, el mayor éxito de una persona llega cuando es capaz de mirar a la cara de alguien y decirle: “Tú eres el sentido de mi vida, eres lo más importante que me ha pasado. He decidido quererte y hacerte el bien porque me da la gana. Quiero darte mi vida y vivir todo lo que me pase a tu lado”. Quien es capaz de decirle esto a Dios, sin duda, entiende que su único gran fracaso sería separarse de Él.