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En los brazos del Padre

Tomás Trigo

«Vuestra salvación está en convertiros y tener calma; vuestra fuerza está en confiar y estar tranquilos» (Is 30, 15).

«Confiadle todas vuestras preocupaciones»

Nos gusta decir que Dios es nuestro Padre, y nos dirigimos a Él con estas palabras que su Hijo nos ha enseñado: «Padre nuestro». Cuando recitamos el Credo, confesamos: «Creo en Dios Padre Todopoderoso». Sin embargo, vivimos intranquilos y preocupados. Sabemos que Dios nos ama, pero, cuando sobrevienen los disgustos y sufrimientos, dudamos de su Amor.
¿Por qué nos cuesta tanto confiar totalmente en nuestro Padre Dios? Es como si no acabáramos de creer que de verdad es nuestro Padre, que de verdad es omnipotente, que nosotros somos de verdad sus hijos y que nos quiere con locura.
Estamos tensos porque nos preocupan muchas cosas: el pasado y el futuro, los problemas que tenemos que resolver, los planes que hemos comenzado y que no conseguimos terminar, la salud, la seguridad, el dinero. Estamos inquietos porque, en la práctica, no confiamos en la sabiduría, en el poder y en el Amor de nuestro Padre.
Una sabiduría que conoce el pasado y el futuro, y que diseñó un plan maravilloso para cada uno de sus hijos. Un poder sin límites, que pone a nuestro servicio. Un Amor más grande y más tierno que el de todas las madres juntas, que se vuelca en cada uno de sus hijos.
Sólo nos pide entrega a su Voluntad, abandono en sus manos, renuncia a nuestros deseos de controlarlo todo. Sólo nos pide que confiemos en El: «Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de nosotros» (1P 5, 7); «Encomienda al Señor tu camino, confía en El, que El actuará» (Sal 37, 5); «Deja en el Señor tu cuidado y Él te sustentará, que no abandona para siempre al justo en la zozobra» (Sal 54, 23). 

Un Dios cercano, que habita en el corazón de sus hijos

Algunos conciben a Dios como un ser lejano, indiferente a nuestros problemas, que un día echó a rodar el mundo y dijo a los hombres: «Ahí os quedáis».
Pero basta con leer los Evangelios para descubrir que Dios es un Padre cercano, tierno y cariñoso, que nos ha enviado a su Hijo para salvarnos, y al Espíritu Santo, el Paráclito, que significa el Consolador, el Defensor, para que permanezca siempre con nosotros.
Hemos aprendido desde pequeños que Dios está en el cielo, en la tierra y en todas partes. Pero quizá hemos olvidado que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo viven en nuestra alma en gracia. Sí, Dios está dentro de nosotros. Somos templos de la Santísima Trinidad. Dios no puede estar más cerca: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14, 23); «He aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3, 20). 
Dios está dentro de la persona que lo ama. Y está como Padre, Hermano, Defensor, Consolador, Amigo: «Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando» (San Josemaría).
Si Dios está con nosotros, dentro de nosotros, ¿qué nos puede preocupar? ¿A quién tendremos miedo? ¿Qué o quién nos podrá hacer daño? «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con El?» (Rm 8, 31-32).
Aunque perdiéramos todos los amores de la tierra, amores nobles que nos ayudan a vivir; aunque nos quedásemos sin la amistad de nuestros amigos; aunque encontrásemos odio por todas partes, tendríamos siempre los brazos acogedores de nuestro Padre Dios. «Si mi padre y mi madre me dejasen, Yahveh me acogerá» (Sal 26, 10).  Cada uno es un hijo único para Dios
Tenemos que enterarnos de cuánto nos ama Dios, de cuánto significamos para Él. Nos dice: «Tú eres mi hijo» (Sal 2, 7); «Yo te redimí, te llamé por tu nombre: ¡Tú eres mío!» (Is 43, 1). Soy fruto del amor de Dios. Soy hijo de Dios. Existo porque Dios me quiere. En todo momento, Dios está pensando en mí. Se preocupa de mí como si sólo yo existiera en el mundo. «El sol ilumina al mismo tiempo a los cedros y a cada florecilla, como si estuviera sola en la tierra; nuestro Señor se interesa también por cada alma en particular, como si no existieran otras iguales» (Santa Teresa del Niño Jesús).
«Dios sólo sabe contar hasta uno», dijo un hombre bueno. Para Dios no hay masas. Aunque tenga muchos hijos, puede estar pendiente de cada uno como si fuera el único. Aunque nos contemos por miles de millones los habitantes del mundo, nadie es olvidado por Dios ni un sólo instante. ¿O es que tiene una inteligencia limitada y un corazón pequeño? ¿Por qué nos empeñamos en reducir su Sabiduría y su Amor? 
Lo más importante para Él eres tú. Dios conoce ese pequeño problema que tienes ahora o el gran problema que puedes tener mañana, y sabe muy bien cómo ayudarte.
Podemos considerar como dirigidas a nosotros estas palabras que le dijo a santa Catalina de Siena: «Hija, olvídate de ti y piensa en mí, que Yo pensaré continuamente en ti».
Además, no olvidemos que contamos siempre con su gracia, que nos otorga abundantemente para afrontar todas las dificultades y necesidades que encontramos en nuestra vida, que son siempre para nuestro bien y por las que recibiremos un premio inefable en el Cielo.

Para cada hombre, Dios es padre y una tierna madre

«El hombre tiene íntima necesidad de abrirse a la misericordia divina para ser amado y comprendido, pese a las debilidades de su naturaleza caída; necesita estar firmemente convencido (...) de que Dios es un Padre lleno de bondad que busca por todos los medios confortar, ayudar, hacer felices a sus hijos, a quienes sigue con un amor infatigable, como si El mismo no pudiera ser feliz si ellos no lo son. El hombre, el más perverso, el más miserable y perdido, es amado con ternura inmensa por Jesús; para cada hombre es padre y una tierna madre» Juan Pablo II).
Nuestro Padre es así: está siempre pensando en cada uno de sus hijos, busca por todos los medios hacernos felices. Nos sigue con un amor infatigable. No deja de ayudarnos en ningún momento. Necesitamos amar y sentirnos amados, pero tenemos la experiencia de que el amor de las personas puede fallar. En cambio, el Amor que Dios nos tiene no falla nunca: «Estemos seguros y firmemente persuadidos de que Dios se preocupa intensamente más de nuestra felicidad, de lo que nosotros podemos pretender y desear» (San Basilio).
Sólo Dios nos comprende mejor que nosotros mismos. Y sólo El perdona de verdad, y nos llena de besos cuando le pedimos perdón. Aunque fuéramos la persona más perversa, la más perdida y miserable, podríamos confiar siempre en El.
Pero, ¿tratamos a Dios como se trata al Amigo que más nos quiere? ¿Vamos a Él para encontrar la comprensión y el consuelo que necesitamos? ¿Le pedimos perdón con la confianza de quien sabe que va a recibir un cariñoso abrazo de su Padre?

Un Amor sin razones

«Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor» (Jer 31, 3). Cuando hacemos algo mal, puede venirnos a la cabeza la idea de que el Señor está enfadado con nosotros, y que si le pedimos algo nos echará en cara nuestros pecados. ¡Qué poco conocemos a nuestro Padre!
Dios nos amó primero, antes de que llegásemos a la existencia y, por tanto, antes de que pudiéramos amarlo. Nos ama porque nos ama. Sin razones. Su Amor de Padre no está en función de nuestros méritos. Es gratuito. No somos hijos por habernos portado bien. Somos hijos porque Él nos ha concedido la filiación divina. Somos hijos porque Jesucristo dio la vida por nosotros antes de que viniésemos a este mundo, demostrándonos así cuánto nos quiere. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). 
Un padre o una madre quieren a su hijo porque es su hijo. Y si es un malvado, lo siguen queriendo, porque es su hijo, a la vez que tratan de que cambie de vida. Mi vida no debe ser otra cosa que corresponder al amor de Dios. Pero si caigo en el camino, no deja de quererme. Al contrario, me anima a levantarme. Me concede la gracia del arrepentimiento y me perdona. Confianza y amistad
Entendemos a las personas en la medida en que las amamos. El amor capacita a la inteligencia para un conocimiento que ella sola no podría adquirir nunca. «Caritas oculus est»: la caridad, el amor, es un ojo, escribió Ricardo de San Víctor.
Por eso los padres conocen los deseos de sus hijos aun antes de que los expresen. Y por eso podemos llegar a entender la conducta de un amigo, que para otros puede resultar inexplicable. No comprendemos la manera de actuar de Dios con nosotros porque no tenemos amistad íntima con El. Por eso nos quedamos desconcertados en ciertas situaciones, sobre todo en aquellas en las que nos toca sufrir, y nos preguntamos: «¿Cómo es posible que Dios permita esto?» Y llegamos a pensar que quiere amargarnos la vida, porque permite cosas que nos disgustan, o porque no nos concede lo que le pedimos. No entendemos que también eso es consecuencia de su Amor.
Ciertamente, no podemos comprender totalmente sus designios mientras estemos en esta vida. Pero hay un camino tal vez el único— para entender un poco más la lógica de Dios y confiar absolutamente en Él: el camino del amor y de la amistad íntima. Y esa amistad sólo puede crecer en el trato: en la Eucaristía y en la oración. Hablar de los problemas con nuestro Padre «Los problemas me agobian -dicen algunos-, y no puedo remediarlo». Recuerdo unas palabras del santo Cura de Ars: «Todos los problemas que nos agobian en esta vida es porque no rezamos o rezamos mal».
Cuando hablamos los problemas con Dios, dejan de agobiarnos, porque dejan de ser sólo nuestros. El secreto es rezar, orar, hablar con Dios como se habla con un Padre que está a nuestro lado y nos escucha, y tiene en sus manos la solución para todas nuestras preocupaciones.
Nuestra vida cambiaría radicalmente si cada día dedicásemos un cuarto de hora a hablar a solas con Dios y con la Virgen, nuestra Madre. La solución es así de sencilla, y está en nuestras manos, pero no acabamos de creerlo o de ponerlo en práctica. Tal vez pensamos que es una cosa un poco rara: un hombre o una mujer sentados en una silla, a solas, hablando con Dios. Sí, es una cosa tan rara como ver a un hijo o a una hija hablando con su padre...
«Venid a Mí todos los fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera» (Mt 11, 28-30). Si las dificultades nos agobian es porque no las compartimos con Dios. Deberíamos poder decir: «Mis problemas no son sólo míos, son míos y de mi Padre, que es quien me ha puesto aquí y me ha encomendado una misión. Son de los dos». Entonces, comprobaríamos que el peso que el Señor pone sobre nuestros hombros es suave y ligero.

Tomás Moro: confianza en Dios y buen humor

Tomás Moro es un ejemplo de hombre que cumplió la Voluntad de Dios y supo abandonarse en sus manos. Gran Canciller del Reino, su amistad con Enrique VIII se ve truncada cuando se opone a los injustos proyectos del Rey: el divorcio de Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena, y el intento de convertirse en cabeza de la Iglesia en Inglaterra. A partir de entonces, sufre con su familia la pobreza y el abandono de muchos falsos amigos.
En 1534, el Rey lo hace encarcelar en la Torre de Londres, donde permanece durante quince meses.
En una de las cartas que, desde la cárcel, escribe a su hija Margarita, le dice: «Con esta cárcel estoy pagando a Dios por los pecados que he cometido en mi vida. Los sufrimientos de esta prisión seguramente me van a disminuir las penas que me esperan en el purgatorio. Recuerda, hija mía, que nada podrá pasar si Dios no permite que me suceda. Y todo lo permite Dios para bien de los que le aman. Y lo que el buen Dios permite que nos suceda es lo mejor, aunque no lo entendamos, ni nos parezca así».
«Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que El quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor». Su confianza en Dios hace que no pierda el buen humor ni siquiera a la hora de la muerte. Antes de subir al cadalso, se le acerca su hijo para pedirle la bendición. Después le dice al oficial que dirige la ejecución: «¿Puede ayudarme a subir?, porque para bajar, ya sabré valérmelas por mí mismo».
El verdugo quiere vendarle los ojos, pero Moro se los cubre él mismo, tapándose la cara con un pañuelo que trae. Al quedarse prendida la barba entre el cuello y el madero, advierte al verdugo: «Por favor, déjame que pase la barba por encima del tajo, no sea que la cortes».
Supo burlarse de sí mismo y colocar sus asuntos, su propia muerte, bajo la lente de lo relativo. Y es que ante Dios, única realidad para la que merece la pena vivir, nuestra muerte tampoco es importante. «Hay que tener el alma de un niño y tomar  -con fuerza- la mano del Padre, para poder hacer bromas ante la propia muerte» (Tadeusz Daiczer).

Trabajamos en la viña de nuestro Padre

Cada nuevo día, Dios nos dice: «Hijo mío, ve hoy a trabajar a mi viña» (Mi 21, 28). Pero, cuando nos levantamos por la mañana, lo hacemos con la actitud de quien va a trabajar a su propia viña, no a la de su Padre. Nos hemos independizado. Trabajamos como si nuestro trabajo no tuviera nada que ver con Dios. Nuestra viña es nuestra. La consecuencia es que nos encontramos solos para resolver las dificultades y contratiempos que se presentan. Por eso estamos en tensión, preocupados, agobiados y llenos de ansiedad.
¡Qué diferente es trabajar con la convicción de que nos ocupamos de la viña de nuestro Padre! Trabajamos con paz, porque es El quien soluciona los problemas que escapan a nuestro poder, quien tiene en sus manos el futuro, quien se encarga del crecimiento de la viña y de que haya buen vino el día de mañana. 
Es muy importante convencerse de que estamos en este mundo con una misión que Dios nos ha encomendado: colaborar con El en la obra de la creación y de la salvación. A través de todo lo que hacemos: trabajo, relaciones sociales, vida familiar, descanso, etc., podemos realizar la misión divina que hemos recibido: perfeccionar el mundo creado y colaborar con Dios en la salvación de todos los hombres.
Estamos en la viña de Dios, trabajando para Dios. ¿Cómo nos va a dejar solos? Por tanto, ante los problemas que se presenten, debemos decir: «Señor, yo pondré de mi parte los talentos que me has dado; pero lo más importante lo pondrás Tú». Y después, confiemos en su criterio: si las dificultades tardan en solucionarse, es que conviene: El sabrá por qué; y si no se solucionan, será que es lo mejor, aunque no alcancemos a comprenderlo.

Descansar con el dueño de la viña

«Son mis delicias -dijo Dios- estar con los hijos de los hombres» (Prov 8, 31). Si nosotros estamos enfrascados en nuestros problemas, en nuestras  preocupaciones, en nuestro futuro; si vamos por la vida a toda velocidad, con el ansia de llegar a cuantas más cosas mejor, perdemos unas oportunidades estupendas de disfrutar de la presencia de Dios.
Tal vez Él se esté preguntando: «¿Cuándo se relajará un poco este hijo mío; cuándo dejará de moverse, de hacer cosas y preocuparse de tonterías, para gozar de mi compañía y yo de la suya?» Podemos disfrutar de la presencia de nuestro Padre en todo momento, pero conviene que de vez en cuando dejemos a un lado todo lo demás para estar a solas con Él y contarle lo que nos pasa, lo que ocupa nuestra cabeza, y dejarlo en sus manos.
Hablar con Dios consiste en dejar el trabajo para ir a descansar con el dueño de la viña, nuestro Padre, que nos está mirando con una sonrisa, y nos dice: «Deja eso y ven a estar conmigo». Nos sentamos a su lado, tal vez en una iglesia, o en nuestra habitación, o en cualquier parte donde podamos estar tranquilos, y quizá no seamos capaces de decirle nada, porque tenemos la cabeza cansada. Pero estamos con Él, y eso le gusta muchísimo. Y si llegamos a dormirnos, podemos imaginar que pone su brazo sobre nuestros hombros, nos acerca a su pecho y sonríe complacido.
Otras veces, la mayoría, estaremos más despiertos, y seremos capaces de mantener con nuestro Padre una conversación sencilla y confiada, en la que hablaremos del trabajo que estamos realizando para El, de las personas que llevamos en el corazón, de la Iglesia... ¡De los asuntos que compartimos con Él! Y si alguna inquietud se ha colado en nuestra cabeza, se la contamos, y Él nos dirá: «Tú haz lo que puedas, hijo mío. Lo demás déjalo de mi cuenta».

Vivir el día de hoy como si fuera el único

Nuestras preocupaciones nos quitan la paz: los problemas que están pendientes de solución, los planes que no sabemos cuándo se realizarán... Lo que puede pasar mañana, porque puede ser que mañana ocurran cosas imprevistas que echen por tierra todos nuestros planes, o que aparezcan nuevas preocupaciones. Y si no es mañana, puede ser dentro de unos días o de unos meses.  ¿Qué va a pasar con mi trabajo, con mi familia, con nuestra seguridad?
Tenemos la impresión de «navegar en barcos de papel». Nos parece que hay muchas cosas en el aire, porque dependen de otras personas, del azar, de la buena o mala suerte. No podemos controlar nada, no somos dueños del futuro, y eso nos inquieta todavía más. Y así, sufrimos por anticipado los problemas que, según nuestra imaginación, nos va a traer el día de mañana. Pero además estamos convencidos de que preocuparnos es una exigencia de nuestro sentido de la responsabilidad, un deber, y que si dejásemos de preocuparnos deberían tacharnos de alocados y botarates.
Pues eso es precisamente lo que a Dios no le gusta: que vivamos preocupados por el del día de mañana, cuando resulta que el mañana no está en nuestras manos, sino en las suyas. Nos pide que abandonemos el futuro a su cuidado, y que nos ocupemos de nuestros deberes de hoy, que vivamos el hoy como si fuese el único día del que disponemos para agradarle.
Jesucristo nos ha dicho unas palabras que deberían llenarnos de paz: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os inquietéis por el día de mañana, pues el mañana tendrá su propia inquietud. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6, 33-34).
Lo primero que tenemos que buscar, lo único que importa, es que hoy -no mañana, hoy -agrademos a nuestro Padre, realizando por amor a Él lo que hoy nos encarga. Así es como buscamos el Reino de Dios y su justicia.
¿Y mañana? El día de mañana estará bajo su sabio gobierno, y nosotros estaremos bajo su protección de Padre, como hoy, y las personas a las que queremos estarán también bajo su cuidado amoroso.
Las palabras de Cristo no nos eximen de poner los medios a nuestro alcance para vivir una vida digna, ni nos prohíbe que planifiquemos el futuro, que hagamos nuestras previsiones económicas y profesionales, que tengamos un proyecto de trabajo y que pongamos los medios, en la medida de nuestras posibilidades, para prevenir los problemas de mañana. El Señor nos ha dado una inteligencia capaz de prever y es su Voluntad que la utilicemos. 
Pero, una vez que hemos puesto los medios humanos, que hemos hecho nuestros proyectos y previsto razonablemente nuestros planes, lo más sensato es centrarnos en el día de hoy, que es el único plazo a la medida de nuestras fuerzas.

No ponernos en el lugar de Dios

La idea del hombre como dueño absoluto del mundo ha contagiado nuestro modo de ver la realidad y nos inclina a actuar «como si Dios no existiera», como si fuéramos dioses, y todo dependiese exclusivamente de nosotros. Queremos controlarlo todo. En consecuencia, asumimos una responsabilidad que sólo a Dios corresponde y que sólo Él puede llevar.
Si el hombre echa sobre sus hombros un peso que excede sus fuerzas, se desequilibra, se agobia, se rompe y se hunde. En muchos casos, ciertas enfermedades psíquicas tienen ahí su origen. La ansiedad y el estrés con el que vivimos habitualmente para «llegar a todo» pueden ser la causa de agotamientos mentales y depresiones. 
Dios no nos pide eso. ¿Qué padre cargaría los hombros de su niño pequeño con un saco de cien kilos? Nos pide cosas más sencillas: que cumplamos el pequeño deber de cada momento, que hablemos con El, que tratemos con cariño a las personas que nos rodean, que trabajemos por amor, que estemos alegres para hacer felices a los demás, que llevemos con buen humor las pequeñas contrariedades de cada día... y que dejemos a su cuidado la pesada carga del futuro.
La consecuencia de no abandonar en Dios las preocupaciones y los problemas es que la persona se encierra cada vez más en sí misma, hasta el punto de olvidarse de los que están a su lado. Vive como si sólo existieran ella y sus problemas, a los que da vueltas una y otra vez en su cabeza. Se aísla de las personas con las que debería convivir. Piensa que nadie le comprende, está de malhumor y se queja por todo. Esa persona sufre y hace sufrir a los demás.
En cambio, el que abandona los problemas en su Padre, tiene la cabeza libre para pensar en cómo hacer felices a los demás. Y comprueba con sorpresa que el Señor se encarga de resolver las cosas mejor de lo que había pensado. 

Gozos y dolores

Nuestro Padre nos envía gozos y dolores. Pero nos fijamos casi exclusivamente en los dolores, tal vez para quejarnos, y apenas le agradecemos los gozos. Más aún: estamos tan agobiados que no sabemos disfrutar, con gratitud, de las cosas agradables que nos da.
Dios quiere que gocemos del descanso. Jesús, María y José descansaban, y seguro que esos momentos eran muy agradables para los tres. Que gocemos de la amistad, uno de los regalos más grandes que Dios nos ha concedido. Jesús estaba muy a gusto en casa de su amigo Lázaro. Se está muy bien con los amigos, y esa amistad es un reflejo de la amistad que Dios quiere que tengamos con El.
Que gocemos de las alegrías de la vida en familia. La vida familiar en la casa de Nazaret era muy gozosa, a pesar de las incomodidades propias de una familia pobre. Los padres y los hijos tienen que pasarlo bien juntos. Tan bien que estén deseando llegar a casa para encontrarse con los demás.
Que gocemos de la naturaleza que Él ha creado para nosotros. El amanecer, una puesta de sol, la luz y la noche estrellada, la lluvia y el viento: a un hijo de Dios todo le habla del Amor de su Padre. Debería bastar esto para que fuésemos muy cuidadosos con el medio ambiente, porque es la casa que Él nos ha construido.
Que gocemos, sobre todo, del manjar más extraordinario: la Sagrada Eucaristía, que infunde fortaleza y paz. Y del maravilloso sacramento del perdón, en el que escuchamos las palabras de Cristo que nos llenan de alegría: «Yo te absuelvo de tus pecados...».
Sí, Dios quiere que gocemos de las cosas buenas que nos regala y le demos gracias por ellas. Y cuando permite que nos sucedan cosas desagradables, espera también de nosotros que sepamos recibirlas como venidas de sus manos para nuestro bien.

Niños pequeños en los brazos de su Padre

Nos consideramos mayores y maduros, muy respetables y responsables. Nos creemos personas importantes. Nos gusta que todos nos escuchen, como si estuviésemos sentando cátedra.  Exigimos que valoren nuestro trabajo, nuestros méritos, nuestros títulos y nuestras canas.
Pero esa actitud es una fuente continua de inquietudes: ¿Me respetan? ¿Me tienen en cuenta? ¿Qué piensan de mí? ¿Reconocen mis méritos? ¿No me criticarán a mis espaldas? ¿Qué puedo hacer para aumentar mi prestigio?
Debemos recordar con frecuencia unas palabras del Señor que nos ayudarán a prescindir de nuestra «mayoría de edad»: «Os lo aseguro: si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos. Así pues, quien se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los cielos» (Mi 18, 3-4).
Si nos decidimos a ser niños pequeños en los brazos de nuestro Padre, se debilitará aquella fuente de inquietudes: la soberbia y la vanidad. Y dejarán de preocuparnos las exigencias de nuestro orgullo; ya no tendremos que aparentar a fin de quedar bien, ni esforzarnos para que los demás piensen bien de nosotros y nos manifiesten su admiración. Si nos hacemos niños delante de Dios, se seca la fuente de la mayor parte de los problemas: el «yo egoísta y soberbio».

El secreto del gozo y de la paz

Abandonarse es dejarse llevar de la mano por nuestro Padre Dios, por donde El quiera, sin pararse a pensar si el camino por el que nos lleva es útil o perjudicial, agradable o desagradable, cuesta arriba o cuesta abajo. Es dejarse llevar de su mano con la certeza absoluta de que todo lo que El permite que suceda es para nuestro bien.
El abandono en las manos de Dios consiste en hacer su Voluntad, sea la que sea. Unas veces nos pide que realicemos cosas agradables; otras, desagradables. Pero lo que más nos cuesta es aceptar y amar la Voluntad de Dios cuando permite que nos suceda algo que nos hace sufrir. Es entonces cuando hay que decir con fe: «Hágase tu Voluntad».
San Josemaría, gran maestro de vida interior, encuentra en el abandono el secreto de la felicidad: «El abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra. Di, pues: «meus cibus est, ut faciam voluntatem ejus» -mi alimento es hacer su Voluntad».
Estaba tan convencido de esta verdad y vivió con tanta confianza el abandono de niño peque ño en los brazos de su Padre, que no se cansaba de repetir una y otra vez, de diferentes modos, el mismo pensamiento: «Veo con meridiana claridad la fórmula, el secreto de la felicidad terrena y eterna: no conformarse solamente con la Voluntad de Dios, sino adherirse, identificarse, querer -en una palabra-, con un acto positivo de nuestra voluntad, la Voluntad divina. Este es el secreto infalible -insisto-, del gozo y de la paz».

¿Por qué nos cuesta tanto abandonarnos totalmente en Dios?

Pienso que puede ser, entre otros, por los siguientes motivos:
-El abandono supone renunciar a ser los dueños y señores de nuestra vida, y ceder el mando absoluto a Dios. A eso se opone nuestro ancestral deseo de ser dioses sin Dios. Queremos llevar el timón de nuestro barco y, al mismo tiempo, izar y arriar las velas y, si fuera posible, soplar para que se hinchen.
El abandono exige tirar a la papelera nuestros razonados planes, y amar el plan de Dios, que -aunque nos cueste entenderlo- es el mejor, porque está pensado por quien más sabe y más nos quiere. Pero también queremos decidir el rumbo del barco, a pesar de desconocer el mar por el que navegamos.
-El abandono pide dejar a un lado nuestros gustos y deseos, y amar los gustos y deseos de nuestro Padre. Pero imaginamos que eso nos va a amargar la vida.
Estamos muy equivocados si pensamos que una vida de abandono es una vida amarga o angustiosa. Todo lo contrario: es el secreto de la felicidad. Para comprobarlo, tenemos que hacer como el niño pequeño que se lanza desde lo alto de la mesa a los brazos de su padre. Sabe que corre un riesgo, pero confia plenamente en que su padre no lo dejará caer al suelo.
Abandonarse es ver las cosas en los ojos de Dios, ver las cosas como El las ve, y no como nos parecen a nosotros. En sus ojos vemos qué es lo que le agrada, y eso es lo que queremos hacer por encima de todo. En sus ojos vemos una mirada de ternura y de paz que nos llena de seguridad y de gozo. Apoyado en sus brazos, el hijo de Dios es como un bebé que se ríe, porque no tiene preocupaciones y se siente totalmente seguro. Se ríe sobre todo de sí mismo. Nada le importa, porque sabe que su Padre le perdona, y sigue adelante con la ilusión de agradarle en todo. El abandono es también el secreto del buen humor.
Además, el que se abandona totalmente en las manos de Dios, no se abandona, porque es Dios quien se hace cargo de él. Abandonarse en los brazos de Dios es lo más sabio, porque es abandonarse a una sabiduría y a un poder infinitamente mayores que los nuestros. No abandonarse a la Voluntad de Dios, en cambio, equivale a preferir nuestro pequeño poder y nuestra limitada sabiduría para gobernar nuestra vida: una mala elección. Un acto de abandono
¿Queremos dejar de estar preocupados? ¿Queremos estar tranquilos? Hagamos un acto de total abandono. Tomemos todo lo que tenemos y dejémoslo en las manos de Dios. Es el único lugar en el que podemos encontrar la seguridad completa. El que se abandona en Dios es el único que está seguro. El que pone su seguridad en sus capacidades, en sus fuerzas, en su inteligencia, en su dinero, necesariamente está inseguro, porque, fuera de Dios, no existen puntos firmes de apoyo. Y renovemos con frecuencia nuestra voluntad de abandonarnos, diciéndole, por ejemplo, estas oraciones que rezaba san Josemaría: «Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado, lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno». «Señor, me abandono en Ti, confío en Ti, descanso en Ti».

Los miedos

Si no confiamos en Dios, nos llenamos de miedos y temores. Miedo a que nos suceda algo desagradable. Miedo a que venga de repente una enfermedad pequeña o grande que rompa nuestro bienestar. Miedo horrible al fracaso. Miedo a que le pase algo malo a un miembro de nuestra familia. Miedo al qué dirán, a que piensen mal de nosotros. Miedo a la vida. Miedo a que vengan más hijos, porque pondrán en peligro nuestra comodidad. Miedo a entregarnos del todo a Cristo, miedo a la cruz... 
Hasta sentimos un cierto temor cuando todo va bien, porque pensamos: ya hace demasiado tiempo que todo marcha sin grandes problemas; esto es señal de que pronto habrá contrariedades...
Sentir temor es humano, pero un hijo de Dios no puede dejarse dominar por él. Si eso sucede es porque vivimos como si no tuviéramos un Padre infinitamente poderoso que está pendiente de nosotros continuamente. Como si no tuviéramos una Madre que no hace más que pensar en sus hijos, que se preocupa incluso de que no falte el vino en una boda de pueblo y que no duda en pedirle un milagro a su Hijo para que solucione el problema.
Para acabar con nuestros miedos, nos vendría bien reflexionar sobre estas palabras de Dios dirigidas a cada uno de nosotros: «Porque quien os toca, toca la pupila de mis ojos» (£ac 2, 12). Eso dijo Dios. Pero tal vez lo hemos olvidado, o quizá nos parece sólo una bella frase. Somos las pupilas de sus ojos. Entonces, ¿por qué no confiamos en El? ¿Por qué nos preocupamos y vivimos inquietos? ¿Por qué dejamos que los miedos nos carcoman las entrañas? 

Dios permite nuestro sufrimiento porque nos quiere

Dios nos ha demostrado de mil maneras que es un Padre infinitamente bueno, que obra siempre por amor, que no sabe hacer otra cosa que amarnos.
«¡Pero Dios permite que me vengan disgustos y contrariedades!». Sí, es verdad. Y entonces, con nuestra gran capacidad intelectual, sacamos la conclusión de que no nos quiere, de que es injusto con nosotros.
Pero, ¿acaso Dios tiene un corazón más pequeño que el nuestro? ¿Quién nos dio nuestro corazón? ¿Quién les dio a todos los padres del mundo, a todas las madres del mundo, su corazón? ¿No es más lógico, más razonable, pensar que si nos envía una contrariedad es porque nos conviene? ¿Qué padre o qué madre no corrige a su hijo aunque la corrección resulte dolorosa de momento? ¿Qué padre o qué madre no permiten que el médico cure a su hijo aunque tenga que sufrir un poco de dolor, a pesar de que el hijo, que no ve más allá, les llame crueles? 
Este es el razonamiento lógico de un hijo de Dios: «¡Sufres! Pues, mira: «Él» no tiene el Corazón más pequeño que el nuestro. -¿Sufres? Conviene» (San Josemaría).
¿Por qué conviene? Sólo Dios sabe la respuesta exacta a esta pregunta. Pero podemos pensar en varias posibilidades: Que el Señor quiera purificarnos de nuestros pecados; que con la medicina del sufrimiento pretenda hacernos mejores, más comprensivos con los demás, más humildes; que nos pida sufrir un poco para colaborar con Él en la salvación de todos los hombres.
En todo caso, Dios no se divierte causándonos dificultades. Cuando las permite es porque son necesarias para nuestra bien. Y Él, que es nuestro Padre, sufre más que nosotros. Pero, al mismo tiempo, no nos faltará el consuelo del mismo Dios en ningún momento: «Como la madre acaricia a su hijo, así yo os consolaré (...) Lo veréis, y se gozará vuestro corazón» (Is 66).
He comprobado que las personas que aceptan, con fe y humildad, el sufrimiento que Dios permite, experimentan, en el fondo del alma, alegría y paz. Es el consuelo, la caricia de un Dios que tiene corazón de padre y de madre. 
Un Dios con corazón de padre y de madre Han venido desgracias, contratiempos, dificultades. Y pensamos: «Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado». Y Dios nos pregunta, como sorprendido: «¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49, 14). No puede.
Es tanto su amor que no puede dejar de pensar continuamente en cada uno de sus hijos.
Cuando le pedimos que nos ayude, no lo hacemos para «recordarle» que tiene un hijo -como si tuviese poca memoria-, para hacerle saber qué nos pasa —como si no lo supiera-, para que nos atienda -como si estuviese demasiado ocupado en otras cosas más importantes—. No. Cuando le pedimos ayuda es para que nosotros confiemos en Él, para que nosotros recordemos que Él está pendiente de todo lo que nos sucede. No «despertamos» a Dios cuando le pedimos algo. Somos nosotros los que «despertamos» a la fe y a la confianza cuando pedimos.
Tenemos que convencernos de que somos verdaderamente sus hijos, y decirle con entera con fianza: «Creo firmemente que me quieres. Envíame lo que te parezca bien, porque eso es lo mejor. Y también creo firmemente que me darás la gracia para llevar cualquier dificultad con alegría».
Lo que Dios tiene pensado para nosotros es lo mejor, porque lo ha pensado quien más nos quiere. «Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios», afirma san Pablo (Rm 8, 28). Todo está previsto para nuestro bien.
Si tratásemos de ver las cosas con los ojos de Dios, con los ojos de la fe, caeríamos en la cuenta de que, cuando permite que suframos, nos demuestra su Amor, porque nos trata como a su Hijo. Si nos esforzásemos un poco en ver las cosas con los ojos de Dios, el dolor se transformaría siempre en alegría. «Si vienen contradicciones -afirma san Josemaría-, está seguro de que son una prueba del amor de Padre, que el Señor te tiene».
Así razonan los santos ante las contradicciones: «Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre. Dios no hace nada que no sea con este fin» (Santa Catalina de Siena).
«La caridad de Dios -que nos ama eternamente- está detrás de cada acontecimiento, aunque sea de una manera a veces oculta para nosotros» (San Josemaría).
«Quien sabe todo lo que sufres y lo puede impedir, si no lo impide, es evidente que por providencia y cuidado que tiene de ti no lo impide» (Sanjuan Crisóstomo).
«Siendo sumamente bueno, Dios no permitiría de ninguna manera que existiese algún mal en la creación si no fuera hasta tal punto poderoso y bueno que pudiese sacar bien del mismo mal» (San Agustín).
«Mirad: aunque no comprenda nada de lo que acontece, yo sonrío y digo: ¡Gracias! Aparezco siempre contenta delante de Dios. No hay que dudar de Él: eso es falta de delicadeza. No: imprecaciones contra la Providencia, nunca, sino siempre gratitud» (Santa Teresa del Niño Jesús). Estos razonamientos expresan la lógica de la confianza absoluta en Dios, una lógica que se apoya en el infinito Amor que Dios nos tiene y en su infinita sabiduría.
«El Señor me lo dio y el Señor me lo quito: ¡Bendito sea el Nombre del Señor!» Cuando Job se enteró de la muerte de sus hijos, exclamó: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡Bendito sea el Nombre del Señor!» Job 1, 21). Job es un ejemplo de persona que acepta la Voluntad de Dios. Pero no es un ejemplo utópico o imposible de imitar.
Frank Palombo, de 46 años, fue uno de los heroicos bomberos de Nueva York que falleció en el atentado a las Torres Gemelas. Su viuda, Jean, que se casó con Frank en 1982, se quedó sola con diez hijos. Esta es su respuesta a un periodista que le preguntó por su experiencia:
«El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea el Señor. Creo que Dios trabaja por el bien de quienes le aman. Este acontecimiento ha sido un gran mal. De todos modos, el Amor de Dios ha sobrepasado este mal. Al pensar en los terroristas, solo puedo decir: “Padre, perdónales, porque no saben lo que han hecho”. Echo de menos de manera terrible a Frank y lloro mucho, pero sé que seguirá ayudándonos desde el Cielo. Estoy pidiendo una intimidad más profunda con Cristo, pues estoy segura de que traerá frutos tan bellos como los que han surgido de mi intimidad con Frank. Frank ha transmitido la fe a los niños y con frecuencia me consuelan con una palabra. Los niños son felices por el papá que tienen, pero echan de menos no poder jugar con él, no poder rezar con él, no poder aprender con él, o no poder estar con él. Yo tengo miedo, pero me agarro al Señor. Ahora continuaremos, en la Iglesia, haciendo la Voluntad de Dios».

Dios se ocupa de lo pequeño y de lo grande

«En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de la cabeza están contados» (Mt 10, 30). Acudimos a Dios cuando se presentan grandes problemas, pero no nos cabe en la cabeza que Dios también se preocupe de nuestras pequeñas dificultades. Es como si pensásemos que tiene demasiado en qué ocuparse, y que sería egoísmo pretender «reclamar su atención» para las contrariedades de cada día. 
Los padres están pendientes de todo lo que se refiera a sus hijos, por pequeño que sea, a pesar de que en muchos casos no tienen capacidad para ayudarles a resolver sus problemas. Dios también está pendiente continuamente de sus hijos, y además sabe muy bien cómo resolver sus pequeñas preocupaciones.
Me ayuda pensar que el problema de las bodas de Caná no era una cuestión de vida o muerte. El novio no calculó bien la cantidad de vino necesaria para la boda. Bien, no era nada serio: podían beber agua... Pero entre los invitados estaba María. Y a una madre no le da igual que un hijo suyo quede bien o mal ante sus invitados. Y a Jesús, tampoco. Y hace su primer milagro, un milagro para resolver un pequeño contratiempo familiar.

«¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?»

Así le habló María a Juan Diego, porque en lugar de ir a encontrarse con Ella, como le había pedido, fue por otro camino a la ciudad de México en busca de un sacerdote que atendiese a su tío moribundo: 
«Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó...».
Cuando tengamos alguna preocupación, podemos pensar que también María nos dice a nosotros estas palabras: «¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?».
En los brazos del Padre. Confianza en Dios son reflexiones breves, basadas en textos de la Sagrada Escritura y de los santos, que nos pueden ayudar a confiar de verdad en el Único en quien podemos confiar absolutamente: nuestro Padre Dios.
Muchas de nuestras preocupaciones e inquietudes se deben a que no somos consecuentes con esta gran verdad que profesamos: «Creo en Dios Padre Todopoderoso».
Estas reflexiones, escritas casi a vuelapluma, pretenden ayudarnos a vivir de acuerdo con lo que creemos, como verdaderos hijos de Dios, firmemente convencidos de que Él se preocupa más de nuestra felicidad de lo que nosotros mismos podemos pretender, y de que amar su Voluntad es el secreto para ser felices en la tierra.