El tercer mandamiento del Decálogo

El tercer mandamiento del Decálogo es: Santificar las fiestas. Manda honrar a Dios con obras de culto el domingo y otros días de fiesta.

2.1. El domingo o día del Señor

La Biblia narra la obra de la creación en seis “días”. Al concluir «vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno (...) Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque ese día descansó Dios de toda la obra que había realizado en la creación» (Gn 1,31.2,3). En el Antiguo Testamento, Dios estableció que el día séptimo de la semana fuese santo, un día separado y distinto de los demás. El hombre, que está llamado a participar del poder creador de Dios perfeccionando el mundo por medio de su trabajo, debe también cesar de trabajar el día séptimo, para dedicarlo al culto divino y al descanso.

Antes de la venida de Jesucristo, el día séptimo era el sábado. En el Nuevo Testamento es el domingo, el “Dies Domini”, día del Señor, porque es el día de la Resurrección del Señor. El sábado representaba el final de la Creación; el domingo representa el inicio de la “Nueva Creación” que ha tenido lugar con la Resurrección de Jesucristo (cfr. Catecismo, 2174).

2.2. La participación en la Santa Misa el domingo

Puesto que el Sacrificio de la Eucaristía es la «fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia»[4], el domingo se santifica principalmente con la participación en la Santa Misa. La Iglesia concreta el tercer mandamiento del Decálogo con el siguiente precepto: «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (CIC, can. 1247; Catecismo, 2180). Además del domingo, los principales días de precepto son: «Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, Todos los Santos» (CIC, can. 1246; Catecismo, 2177). «Cumple el precepto de participar en la Misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde" (CIC, can. 1248)» (Catecismo, 2180).

«Los fieles están obligados a participar en la eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor propio (cfr. CIC, can. 1245). Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave» (Catecismo, 2181).

2.3. El domingo, día de descanso

«Así como Dios “cesó el día séptimo de toda la tarea que había hecho” (Gn 2,2), la vida humana sigue un ritmo de trabajo y descanso. La institución del Día del Señor contribuye a que todos disfruten del tiempo de descanso que les permita cultivar su vida familiar, cultural, social y religiosa» (Catecismo, 2184). En los domingos y demás fiestas de precepto, los fieles tienen obligación de abstenerse «de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (CIC, can. 1247). Se trata de una obligación grave, como lo es el precepto de santificar las fiestas. No obstante, el descanso dominical puede no obligar en presencia de un deber superior, de justicia o de caridad.

«En el respeto de la libertad religiosa y del bien común de todos, los cristianos deben esforzarse por obtener el reconocimiento de los domingos y días de fiesta de la Iglesia como días festivos legales. Deben dar a todos un ejemplo público de oración, de respeto y de alegría, y defender sus tradiciones como una contribución preciosa a la vida espiritual de la sociedad humana» (Catecismo, 2188). «Cada cristiano debe evitar imponer sin necesidad a otro lo que le impediría guardar el día del Señor» (Catecismo, 2187).

2.4. El culto público y el derecho civil a la libertad religiosa

Actualmente se encuentra bastante extendida en algunos países una forma de pensar “laicista” que considera que la religión es un asunto privado que no debe de tener manifestaciones públicas y sociales. Por el contrario, la doctrina cristiana enseña que el hombre debe «poder profesar libremente la religión en público y en privado»[5]. En efecto, la ley moral natural, inscrita en el corazón del hombre, prescribe «dar a Dios un culto exterior, visible, público»[6] (cfr. Catecismo, 2176). Ciertamente, el culto a Dios es ante todo un acto interior; pero se ha de poder manifestar exteriormente, porque al espíritu humano «le resulta necesario servirse de las cosas materiales como de signos mediante los cuales sea estimulado a realizar esas acciones espirituales que le unen a Dios»[7].

No sólo se ha de poder profesar la religión exteriormente, sino también socialmente, es decir, con otros, porque «la misma naturaleza social del hombre exige que (...) que pueda profesar su religión de forma comunitaria»[8]. La dimensión social del hombre reclama que el culto pueda tener expresiones sociales. «Se hace injuria a la persona humana si se le niega el libre ejercicio de la religión en la sociedad, siempre que quede a salvo el justo orden público (...). La autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla»[9].

Hay un derecho social y civil a la libertad en materia religiosa que significa que la sociedad y el Estado no pueden impedir que cada uno actúe en este campo según el dictado de su conciencia, tanto en privado como en público, siempre que respete los justos límites que se derivan de las exigencias de bien común, como son el orden público y la moralidad pública[10] (cfr. Catecismo, 2109). Cada persona está obligada en conciencia a buscar la verdadera religión y a adherirse a ella; en esta búsqueda puede recibir la ayuda de otros –más aún, los fieles cristianos tiene el deber de prestar esa ayuda con el apostolado–, pero nadie ha de ser coaccionado ni tampoco impedido. La adhesión a la fe debe y la práctica ha de ser siempre libre, lo mismo que su práctica (cfr. Catecismo, 2104-2106).

«Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social»[11].

Javier López


Bibliografía básica

Segundo mandamiento: Catecismo de la Iglesia Católica, 203-213;2142-2195.

Tercer mandamiento: Catecismo de la Iglesia Católica, 2168-2188; Juan Pablo II, Carta Ap. Dies Domini, 31-V-1998.

Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de Nazatet, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, 176-180 (cap. 5, §2).

Lecturas recomendadas

San Josemaría, Homilía El trato con Dios, en Amigos de Dios, 142-153.

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[4]        Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 10.

[5]        Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 15; Catecismo, 2137.

[6]        Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 122, a. 4, c.

[7]        Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 81, a. 7, c.

[8]        Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 3.

[9]        Ibid.

[10]      Ibidem, 7.

[11]      San Josemaría, Surco, 302.

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