El segundo mandamiento del Decálogo

El segundo mandamiento de la Ley de Dios es: No tomarás el nombre de Dios en vano. Este mandamiento «prescribe respetar el nombre del Señor» (Catecismo, 2142) y manda honrar el nombre de Dios. No se ha de pronunciar «sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo» (Catecismo, 2143).

1.1. El nombre de Dios

«El nombre de una persona expresa la esencia, su identidad y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima» (Catecismo, 203). Sin embargo, Dios no puede ser abarcado por los conceptos humanos, ni hay idea alguna capaz de representarle, ni nombre que pueda expresar exhaustivamente la esencia divina. Dios es “Santo”, lo que significa que es absolutamente superior, que está por encima de toda criatura, que es trascendente.

A pesar de todo, para que podamos invocarle y dirigirnos personalmente a Él, en el Antiguo Testamento «se reveló progresivamente y bajo diversos nombres a su pueblo» (Catecismo, 204). El nombre que manifestó a Moisés indica que Dios es el Ser por esencia. «Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ [Yahvé: ‘Él es’] me ha enviado a vosotros”... Este es mi nombre para siempre» (Ex 3,13-15; cfr. Catecismo, 213). Por respeto a la santidad de Dios, el pueblo de Israel no pronunciaba este nombre sino que lo sustituía por el título “Señor” (“Adonai”, en hebreo; “Kyrios”, en griego) (cfr. Catecismo, 209). Otros nombres de Dios en el Antiguo Testamento son: “Élohim”, término que es el plural mayestático de plenitud o de grandeza; “El-Saddai”, que significa poderoso, omnipotente.

En el Nuevo Testamento, Dios da a conocer el misterio de su vida íntima trinitaria: un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Jesucristo nos enseña a llamar a Dios “Padre” (Mt 6.9): “Abbá” que es el modo familiar de decir Padre en hebreo (cfr. Rm 8,15). Dios es Padre de Jesucristo y Padre nuestro, aunque no del mismo modo, porque Él es el Hijo Unigénito y nosotros hijos adoptivos. Pero somos verdaderamente hijos (cfr. 1 Jn 3,1), hermanos de Jesucristo (Rm 8,29), porque el Espíritu Santo ha sido enviado a nuestros corazones y participamos de la naturaleza divina (cfr. Ga 4,6; 2 P 1,4). Somos hijos de Dios en Cristo. En consecuencia podemos dirigirnos a Dios llamándole con verdad “Padre”, como aconseja san Josemaría: «Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile -a solas, en tu corazón- que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»[1].

1.2. Honrar el nombre de Dios

En el Padrenuestro rezamos: “Santificado sea tu nombre”. El término “santificar” debe entenderse aquí, en el sentido de «reconocer el nombre de Dios como santo, tratar su nombre de una manera santa» (Catecismo, 2807). Es lo que hacemos cuando adoramos, alabamos o damos gracias a Dios. Pero las palabras “santificado sea tu nombre” son también una de las peticiones del Padrenuestro: al pronunciarlas pedimos que su nombre sea santificado a través de nosotros, es decir, que le demos gloria con nuestra vida y que los demás le glorifiquen (cfr. Mt 5,16). «Depende de nuestra vida y de nuestra oración que su Nombre sea santificado entre las naciones» (Catecismo, 2814).

El respeto al nombre de Dios reclama también respeto al nombre de la Santísima Virgen María, de los Santos y de las realidades santas en las que Dios está presente de un modo u otro, ante todo la Santísima Eucaristía, verdadera Presencia de Jesucristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, entre los hombres.

El segundo mandamiento prohíbe todo uso inconveniente del nombre de Dios (cfr. Catecismo, 2146), y en particular la blasfemia que «consiste en proferir contra Dios -interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche, de desafío (...). Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. (...) La blasfemia es de suyo un pecado grave» (Catecismo, 2148).

También prohíbe el juramento en falso (cfr. Catecismo, 2150). Jurar es poner a Dios por testigo de lo que se afirma (por ejemplo, para dar garantía de una promesa o de un testimonio, para probar la inocencia de una persona injustamente acusada o expuesta a sospecha, o para poner fin a pleitos y controversias, etc.). Hay circunstancias en la que es lícito el juramento, si se hace con verdad y con justicia, y si es necesario, como puede suceder en un juicio o al asumir un cargo (cfr. Catecismo, 2154). Por lo demás, el Señor enseña a no jurar: «sea vuestro lenguaje: sí, sí; no, no» (Mt 5,37; cfr. St 5,12; Catecismo, 2153).

1.3. El nombre del cristiano

«El hombre es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»[2]. No es “algo” sino “alguien”, una persona. «Sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad» (Catecismo, 356). En el Bautismo, al ser hecho hijo de Dios, recibe un nombre que representa su singularidad irrepetible ante Dios y ante los demás (cfr. Catecismo, 2156, 2158). Bautizar también se dice “cristianizar”: cristiano, seguidor de Jesucristo, es nombre propio de todo bautizado, que ha recibido la llamada a identificarse con el Señor: «fue en Antioquía donde los discípulos [los que se convertían en el nombre de Jesucristo, por la acción del Espíritu Santo] recibieron por primera vez el nombre de cristianos» (Hch 11,26).

Dios llama a cada uno por su nombre (cfr. 1 Sam 3,4-10; Is 43,1; Jn 10,3; Hch 9,4 ). Ama a cada uno personalmente. Jesucristo, dice san Pablo, «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). De cada uno espera una respuesta de amor: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12,30). Nadie puede sustituirnos en esa respuesta de amor a Dios. San Josemaría anima a meditar «con calma aquella divina advertencia, que llena el alma de inquietud y, al mismo tiempo, le trae sabores de panal y de miel: redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu (Is 43,1); te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! No robemos a Dios lo que es suyo. Un Dios que nos ha amado hasta el punto de morir por nosotros, que nos ha escogido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, para que seamos santos en su presencia (cfr. Ef 1,4)»[3].

[1]        San Josemaría, Amigos de Dios, 150.

[2]        Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 24.

[3]        San Josemaría, Amigos de Dios, 312.

 

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